Como en otras tantas vueltas a casa,
apenas yo sé cuánto escondo atrás de mis pasos apurados.
Aunque veo las caras en una rutina instintiva,
la luna tiene sangre y el frío se mete en mis huesos.
(Si sólo me lo pudiera sacar de encima).
Mientras el cielo se pone en otoño, me sorprende ese sentimiento que me compone,
me desconecta de tus palabras y me llama desde mis células más íntimas.
Converso con partículas que no existen
y que me abrazan, en una muerte súbita, privada.
(Y yo me estrecho de silencio que es soledad y desprotección).
Me veo cada vez más pequeña.
Achicada sobre mí misma, acurrucada contra la pared.
Y se reproducen en mi piel a montones
las cosas que entonces me hicieron.
(Esas que manchan como se manchan las calles de Monserrat).
Algo que se extiende en mi frescura como si yo no fuera nueva.
Y vuelvo a sentirme una y otra vez tan querida... y despreciada, tan linda y tan fea. Manchada.
Se hace más y más claro y doloroso
entender que estas penas tienen nombres y apellidos. Tienen manos.
(Y que yo tengo que volver a estos huesos para moverme, e irme lejos de ahí ).