jueves, 28 de febrero de 2013





- El fondo parece no tener límites. Cada detalle del día lastima, y soy esta misma encrucijada. La fuerza va y viene y se dispersa en mi contra. Siento que duelo y me culpo.
- No tiene que estar todo bien siempre. ¿Otra vuelta de bici?
- ¿Cómo se sigue?
- Ya sabés la respuesta... Como siempre. 

viernes, 22 de febrero de 2013


Foto: Tslil Lila Dahan                                                                                 


- ¿Dónde estás?
- Más cerca de mañana. ¿Y vos?



jueves, 21 de febrero de 2013

Hard sun

Realismo mágico.

Es lo que abunda en la ciudad que habito: esa ciudad que me vio nacer en muchas formas, innumerables veces, y que me verá morir una y otra vez aplastada en sus calles; desde su fondo, el río me trajo lluvia pantanosa y me sugirió en humedad, me arrojó padecimientos y me curó en romanticismos, en poemas y poetas, música de todos los mundos posibles... ¿Soy una tragedia o soy un milagro?...Te preludio en este viento... Pero algo quería decir.
Y caigo de rodillas... Caigo. "Reíte hasta julio", dijo ella.
Me quedé sin música para pensarte...Amar. Querer. Te quiero. Fuckin love you. Ik houd van jou. Mi amas vin.
Cuánto hay de mi en vos...
Trágicamente, corro tras las hojas y descubro que se aleja de mí ese pedazo de papel que decía: "Volveré por ti".


(http://www.youtube.com/watch?v=e4uTEhDqa_s)

Recuerdos. Memorias. De alguna manera, todo esto quedará atrapado en un universo que no es real. Impregnado y pegado, arrancado de mí, plasmado en lo más parecido a una memoria impersonal, a un recuerdo que pierde peso y gana años.

Huellas: mis pies de diez años pisaron suelo neoyorquino de jugueterías y puertos. Cubrieron arenas cariocas y camas uruguayas. Mis manos tocaron las pieles de reptiles ancestrales galapaguenses; se adueñaron ilícitamente de alcoholes baratos en avenidas cocteleras sudacas. Mis labios rieron con niños de todos colores bajo el mismo cielo una tarde nublada, y besaron bocas europeas de culturas antagónicas.
¡Ay! Quisiera borrar. Borrar tantas otras cosas. Pero ya no me pertenecen esos recuerdos: ya no me pertenezco.

Cambios.

Sentada frente a las montañas.
El año pasado, que apenas me dejó de salir de él, fue aprender a poner límites, fue aprender a ir y a venir (pero siempre, a volver a mí) y es, entonces, que acá están los límites.

Sentada frente a las montañas, no veo un océano infinito de infinitas posibilidades: acá las cosas son estables, delimitadas, fijadas por marcos imponentes. Dibujadas en un paisaje que tarda siglos (va, ¡qué siglos! ¡Eras!) en moverse y en cambiar; un paisaje lleno de altibajos, pero fijo, casi inmortal e incorruptible. 
Quisiera quedarme quieta, pero las piernas se mueven solas. Es cierto que extrañan esa posibilidad marítima de caminar sin rumbo, pasando de playa en playa sin necesidad de volver a los caminos, sin nada que marque un límite entre un terreno y otro. Hace cinco minutos que me senté, y el pie izquierdo hace un movimiento molesto. Respiro, me comunico con él y lo detengo.
Confío en mis elecciones. Hace meses que la gente me pregunta qué quiero de la vida: "Tranquilidad", respondo. Pero se ríen de mí, y algunos hasta aseguran que soy una de las persona más tranquilas del mundo, pero eso es porque no me conocen bien...

"No quiero morirme acá". Esa (eso) era yo el seis de diciembre.
Solo alguien que vive en Buenos Aires puede entender lo que pasó ese día. Solo alguien que se la pasa viendo películas de ciencia ficción puede haber pensado todo lo que pensé cuando vi la nube, aparentemente tóxica, que nos cubría.
Los que sobrevivimos a la nube tuvimos que padecer otro de los diluvios universales. La ciudad colapsó, y yo tuve un examen final. En fin, fue un día típico en nuestra ciudad.
"No quiero morirme acá". Eso fue lo que les gritaba a mis compañeros de trabajo. Algo que me excedió terminó por confesarme no tranquila, y si bien mi cara puede vestir cierta paz, lo cierto es que mi ánimo puede oscilar entre la quietud atrapada en la intelectualidad y la magnitud de la Explosión Inicial rebotando en mis emociones. No hubo vuelta tras ese liberación, y nunca más volvieron a mirarme como antes.
Siempre tuve un alma inquieta, y cuando eso pasa, las cosas simplemente pasan. No importa lo que uno haga por impedirlo.

Pero hay otra versión mía que resume estos dos humores que me eligen: la parte mía que anda en silencio en bicicleta, la parte que prefiere estar bien lejos de un subterráneo, que quiere evitar el contacto forzado con la gente y elegir las formas de acercamiento al mundo que le son propias. Quiero ser esa persona; quiero ser la persona que puede almorzar un miércoles con una de sus mejores amigas y con su bebé; la persona que puede cruzarse en Palermo con Sol y moverse adonde quiera. Esa libertad es la que sacará mi mejor versión adelante, la que permitirá lo estable en mi vida, lo que hará que los "día a día" sean frecuentes y lo que hará que, de nuevo, me vuelva dueña de mis propios tiempos.

"La gente en la montaña es estable", pienso, y miro a los que me rodean: sentados frente al lago toman mate, fuman, leen. La gente de montaña es comprometida. Cualquier acto de rebeldía, como perderse en medio de la noche, es casi impensable, sobre todo, porque las condiciones climáticas no ayudan.
Estar solo acá es estar solo, cada cual tiene su familia y, si bien hay momentos sociales, lo cierto es que cada persona que llegó aquí se comprometió con su decisión. Tomó sus cosas y eligió y elige ese "día a día" todos los días; ese día que transcurre entre árboles, perros que son de todos, lagos helados, siestas, caminatas breves, tierra y polvo (¿acaso no somos eso: tierra y polvo?).
Mi respuesta natural fue cierta resistencia a la siesta. La respuesta natural al polvo fue una alergia caradura que no sé de dónde habrá salido (entre mis males, la alergia nunca había existido).
Con los días, esa molestia se fue. Con los días, me fui abandonando al sueño después de almorzar: en la casa de mi amiga, o en la playa, sola, tirada en el sol, pegada al lago. Dios sabe que no me gusta alejarme del agua.
Traté varias veces de meterme al lago, pero el agua está tan fría que hace doler los dedos del pie. Traté de caminar por la orilla, pero no hay arena: hay piedras que te hacen retroceder.
Alguien me habló del lago alguna vez. Había sido Paco: "El agua es tan fría que te encoge el pito...".

Tiemblo un poco con ese recuerdo enterradísimo. Solo existe cuando lo nombro, pero no existe en mis sueños ni en mis pesadillas. Alguna especie de aplanadora mental pasó por encima de él, y alguna máquina más sofisticada desintegró lo que quedaba.
Me quedo pensando que varias de mis ideas de amor están ligadas a cosas que vi, a cosas que viví. A un Paco que había puesto en marcha una cadena de decisiones que lo habían sacado de mi historia. Sin embargo, una versión de él me había tirado por abajo de la puerta ese bendito papel que perdí, el papel con tres palabras: "Volveré por ti". Pero eso se había esfumado de este universo.
Probablemente, una vez que cambie de pensamiento, volverá a ser un póster y no una red de mis emociones.
Descubro también que los veranos definen mis años, que me gusta el verano y que me gusta definir. Que cuando estoy tranquila disfruto la comida y una siesta. Que la playa es el paraíso de los descomprometidos, que la sucesión de gente y la extensión plana de su geografía invitan a moverse inestablemente.
Extraño la playa. Pero me dejo conmover por la montaña...
El paisaje de altibajos solo se puede atravesar con paso firme, concreto. Pies estables son los únicos que te llevan hasta los lugares.
Uno se pierde por los caminos, el sol se pone cruel sobre la cabeza, y el pelo llega a quemar. Un auto pasa y nos llena de polvo. Un gaucho a caballo saluda y sigue camino; me pregunto cómo tolera la boina, la camisa, el pantalón... el silencio.
Pierdo el equilibrio un par de veces, pero nunca llego a caer. Seamos justos con mis inquietudes violentas: me enseñaron a balancearme como nadie en la urbanización violenta versus mi bici.
"La entrada a la playa", pienso feliz. Me relajo y me pregunto cómo encaro esta bajada pronunciada. Lo encaro como encaro todo, un poco arrojada, un poco consentida por mi peso, un poco inclinada y caigo sin caer, hasta el agua.

En la orilla, esta vez me saco la ropa como loca, la tiro en el pasto y corro hasta el lago conteniendo la respiración. El frío primero me lastima, y probablemente pongo cara de Jack en "Titanic". Una nena de cuatro años es la única metida y me mira cuando paso por al lado. "Dale, nena", me dice, y suena como el ser más valiente, seguro y concreto de mi vida.
Tomo aire y el agua no se siente tan mal en la cabeza. Una vez que todo el contorno de la cara se envuelve en el agua fría, entiendo como nunca que somos seres de sangre caliente, y que esta piel protege hasta que no lo hace más.
Nado para no dejar que el frío hiele mi sangre, pero lo cierto es que ya no tengo frío. Me muevo como pez en el agua ("Claro", dirían).
Salgo casi sola en medio del lago, rodeada de montañas.
Y sí, creo que voy a poder con esto...
Cuando regrese.


¿Estable? En mis ciclos de inestabilidad. Y con cada gota del tiempo voy viviendo esta importancia del conocerse. Y de elegir. Porque elegimos.
El sol me va secando de a poco y noto y podría descubrir con palabras aquella sensación que provoca el calor ante el frío, esa desaparición del elemento mojado, ese bienestar simple. 
¿Por qué pienso en un café con leche y en bizcochitos Canale? Tendrán que ver los buenos recuerdos.
Es tan simple como entender que llegan los días en que me tengo que casar con la idea. Con la idea de felicidad. 
De hecho, esos días ya están aquí. Es ahora cuando tengo que ver cuánto hay de mi sin todos.

"Bienvenida al 2013", decía su mensaje.




viernes, 15 de febrero de 2013




- ¿Uno va cambiando? ¿O acaso nos convertimos en lo que siempre fuimos?
- No sé... No importa.
- ¿No importa?
- Lo importante es que, a fin de cuentas, todos los caminos te conducen hacia vos.

jueves, 14 de febrero de 2013

Ascenso y caída de los románticos treintañeros

El enamoradizo promedio llega a los treinta sin panza. Las excepciones sólo demuestran lo excepcional que es esta especie.
En su tercera década ya no es muy posible, pero tampoco es condición excluyente, encontrarlos en fiestas y boliches, no: uno puede encontrarlos realizando actividades diurnas. Hablamos de gente que atravesó, casi inevitablemente, la segunda década de vida rodeada de madrugadas. Hablar de sus veintipico resulta casi exhaustivo y aburrido, y aún es difícil definirlos o delimitarlos, ya que se parecen a todos los demás mortales. Es cuando atraviesa la psicología del veinteañero que no sólo pasa a pertenecer a este grupo, sino que crea propiamente la especie. 
Lo cierto es que el enamoradizo patológico es delgado, entre otras cosas: esto se debe a que es un nómade que corre detrás del objeto de turno. Nunca ha descansado; nunca se ha detenido. Ese sueño que lo llama lo mantiene delgado, porque detenerse es contrario a su naturaleza.
Cualquier cosa que amenace esta promiscuidad romántica está condenada al fracaso o a la extinción. Y que suceda la primera o la segunda alternativa va a depender del egocentrismo de este ser: los menos egomaníacos dejarán ir a sus perseguidores -no sin antes asestarles algún tipo de golpe mortal-, pero aquellos de enorme ego mantendrán cautivas a sus presas y las mirarán cada vez que pierdan sentido, cada vez que ese ego haya sido manchado. Hay cierta belleza en este arte, y las horas que un romántico de este último talante dedica a mantener con vida una ilusión ajena se vuelven llenas de magia. 
Finalmente, descubre que se ha encariñado con el perseguidor, y llega un momento en la vida en que se ha rodeado de amigos que alguna vez fueron algo más o eso quisieran haber sido. 

Dependiendo de su necesidad de libertad y del amor que posean sobre sus propios tiempos, las relaciones con su objeto de turno oscilarán: serán breves e intensas, o más largas... e intensas. La variación en el tiempo es claramente complejizada y singularizada por la personalidad del objeto de deseo. Muy de vez en cuando se encuentran dos enamoradizos y se produce un choque de universos, pero hablar de esto significaría otro capítulo, aunque podemos decir que sería algo así como lo que sucede cuando realmente chocan estas enormes masas espaciales (uno no quiere estar cerca).
Lo importante es el movimiento: la relación, en caso de haberla, debe ser dramática y nunca debe ponerlos ante el peligro de la quietud. ¡Qué especie más hermosa!




                                                            



El enamoradizo tiene un intenso miedo a la muerte, por eso busca amar todo el tiempo; y es durante ese período en que aparece su animalidad preciosa, las sonrisas, las miradas y todas aquellas pavadas metafísicas que sólo un enamorado de la no muerte puede traducir en la materia. Cuando hace el amor, según dice un exponente famoso, el miedo a la muerte desaparece. Lleva al extremo la verdadera historia de la existencia del ser humano en el mundo: la pelea contra ese miedo y esa pulsión, como si cada minuto de su vida quedara determinado por un decisión que, si bien puede tratarse de algo vano, no es otra cosa que la lucha encarnada contra el percibir que una fuerza oscura nos espera. Una fuerza hecha de "nadidad".

El momento siguiente es determinante, el momento en que se produce la ausencia, porque es ahí cuando el enamoradizo se divide en dos grupos: los que tanto aberran y temen a la muerte que se terminan matando para escapar de ella; y los que aún conservan cierta inocencia, porque saben que el próximo golpe será el que aplaque esa furia promiscua que los hace saltar de bar en bar, de edificio a edificio.
Dichosos los que pertenecen a este grupo, la vida es un juego peligroso/delicioso. Porque si bien rehuyen de las multitudes que los atraparon en la adolescencia, aún se acercan cuando termina el día. Cuando la luna está entera en el cielo. El brillo en la oscuridad los obliga a salir de su cueva, y con esos ojos que amaron la noche, de la cual descifran como nadie las horas por venir, deambulan por los bares. Prefieren  los rincones oscuros o los más luminosos: ahí espera ese Peter Pan, ser percibido y ser descubierto, ser lanzado en una nueva aventura, sabiendo que ese sentimiento dormido se disparará con charlas atrevidas, irónicas y románticas. Una promesa de un para siempre que se activa y que lo hace olvidar su necesidad de movimiento. 






Se supone que como especie persiguen una finalidad: un hilo secreto que provoca las aventuras, un núcleo primordial enlazado al miedo de muerte. 

Atrás de esa mirada tierna de deseo y atrás del brillo en los ojos cuando ven aquello que tanto persiguen; al margen de tanta inocencia indecente echada sobre un vestido; calzados en esos pies que se mueven alegres con los besos robados, los enamoradizos creen no sólo que vencerán a la muerte con su danza burlona, sino que creen que vencerán la historia de los fracasos amorosos: los que no mueren siguen adelante... ¿algo los detiene algún día? Sí.
Un cansancio quizás, porque una mañana la adrenalina ya no es la misma, y el tiempo se deposita en alguien distinto a todo lo conocido. Y cuando todos los factores se cruzan en un único punto eternizante, se lanza entonces en lo que cree que será su última gran aventura. Y desaparece. 

Por ahora se desconoce qué pasa en la siguiente etapa de la vida de un enamoradizo (si logra sobrevivir o no...). Pero datos recientes anticipan que cualquier cosa puede sucederle... salvo el llegar a los cuarenta sin panza.