Mi papá siempre decía que yo tenía un cocodrilo en el bolsillo.
Era su forma de decir que yo era "amarreta". Yo no entendía, porque era muy chica y no me consideraba amarreta (palabra de la que apenas entendía el significado...). Lo que pasaba era que yo no necesitaba más que lo que tenía, y ese era el motivo por el que la plata que nos daban para comprar golosinas en el colegio fue creciendo hasta convertirse en una pequeña fortuna para cualquiera, pero en una inesperada acumulación de bienes para una nena de seis años. Casualmente, también me habían enseñado el concepto de "ahorro", situación que yo entendía como guardar en una caja la plata que sobraba del día. Y esa caja adornada con espejitos fue llenándose de dinero.
"¿Qué es esto?", preguntó mi madre, una noche.
Cuando le contesté que eran "ahorros", ella me miró asombrada: "Yo te los guardo...".
De todas manera, me pregunto porqué les cuento esto... Aaah, sí, estaba pensando en mi familia. O más bien, pensaba en lo que debe estar pensando mi familia: o sea, hace quince horas que no saben nada de mí; hace quince horas, ellos me dejaron en el aeropuerto y no supieron más sobre mi vida.
Sabían, por ejemplo, que el avión había llegado bien, porque de otra forma, ya estarían al tanto sobre un avión que nunca llegó a destino (y probablemente, el resto del mundo también sabría, sin siquiera proponérselo, que yo habría muerto).
Pero no sabían si había logrado salir de Guayaquil, ni tenían idea alguna de dónde estaba yo, por dónde paseaban mis piernitas ni qué cosas veía.
Mi papá debía estar llamando todo el tiempo a mis hermanos para saber si alguno sabía algo sobre mí.
Mi mamá estaría atenta al teléfono, esperando esa llamada de larga distancia que le confirmara que su hija seguía respirando y que no había sido secuestrada y vendida como esclava sexual.
Mis hermanos (seamos sinceros) ni estarían pensando en mí salvo en la medida en que mis acciones habían desencadenado eventos que los obligaban a responder los mensajes de mi padre.
Bien, acabo de llegar, y el último de mis planes es avisarles.
Mi primer plan es poner los pies en el piso, encontrar la valija poco práctica que llevo conmigo, llegar al hotel y cenar algo. Esos días de viajes eternos tienen la particularidad de encontrarnos sin hambre por horas: el cuerpo entiende que uno no tiene tiempo de parar a comer, y el alma, en vez de hostigarlo, le transmite la emoción por pisar tierras desconocidas. En resumen: "¿Hambre?, ¿qué es eso?".
Hambre es aquello que ahora me ataca de todas las maneras posibles.
Igual me detengo a ver lo que tengo frente a mis ojos: lo logré, he llegado. Lo que fue un punto lejano en septiembre, desde mi ciudad, desde la inercia estática de mi oficina, se empieza a hacer nítido frente a mis ojos.
El lugar es como lo había imaginado, gracias a las descripciones y a las fotos (aunque rara vez confío en que una foto me defina todo el paisaje de un pueblo), puedo decir que cada detalle me suena conocido.
Distinta es la magia que se siente al estar ahí: tocar el lugar, olerlo, los ruidos... Sí, los ruidos. Déjenme decirles algo de Montañita: si New York es la ciudad que nunca duerme, este debería ser el pueblo que nunca se calla (como iré descubriendo al pasar los días...). Ese día, siete de la tarde con luna, muerta de hambre, sin teléfonos para avisar que llegué, con la valija medio rota con su rueda torpe, cansada pero feliz, escucho la música distinta que llega de todos lados y se funde en mi oído, como si fuesen los tambores de una tribu desconocida. De vez en cuando, descubro algún acorde que se pierde.
Un grupo de chicos, al lado mío, con termos de agua caliente y claramente argentinos, señala una pequeña casilla improvisada en el que se amontonan los taxis. Ellos me hacen sentir como si estuviera en Pinamar o en cualquier lugar de la costa argentina, solo que este es otro océano. Estoy del otro lado, crucé las líneas imaginarias, pero esa familiaridad "matera" es recibida con gratitud.
Como soy sola, no me cuesta para nada adelantarme a ellos (que debaten la división en grupos para entrar en los autos) y enseguida, antes de recorrer el pueblo, me encuentro dentro de un auto con aire acondicionado (el único aire acondicionado del que voy a disfrutar en días).
El taxista me hace las preguntas de rutina: ¿adónde voy y de dónde vengo?
Cuando le contesto, me cuenta que hay muchos argentinos en su país y me pregunta por los Wachiturros. Apenas le contesto, y termina con el cuestionario. Toda la conversación es amigable, porque yo estoy amigable.
Repaso las cosas que tenía que hacer: entrar al hotel, tirar la valija, comer... Aaah, avisar que llegué. Eso puedo hacerlo al otro día. De hecho, es lo que terminaré haciendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario