viernes, 20 de abril de 2012
Sol, arena y mar. Sí.
Noche confusa... yo algo tenía... ah sí, tenía hambre... "¡¿dónde estoy?!".
Por una persiana rota, un rayo de sol entra e ilumina un mosaico blanco en forma de cuadrado delimitado por líneas negras. Una ojota descansa en el piso y en su quietud, despojada de conciencia, refleja la energía de paz.
La sábana áspera da la sensación de ser nueva o de estar lavada por algún producto poco personal y económico. Me estiro como un oso que acaba de hibernar.
Tengo calor, y el ventilador de techo solo produce ruido. Y de pronto (encima) estoy rodeada por cuatro muros de madera. Solo dos tienen ventanas: ambas tienen persianas. Esas persianas algo rotas son las que producen ese efecto en la pared: el color marrón acebrado por esa luz que entra y toca el costado de mi cara.
Es entonces que abro los ojos porque un calor me recorre el cachete y veo todo lo que acabo de describir.
Agradezco este amanecer.
Me siento y el estómago hace ruido. Claro, hace como un día que no como. Repasemos.
Llegué... estoy en Ecuador. Casi no pisé Santiago de Chile, tuve amigos momentáneos y huí desde Guayaquil hasta Montañita (ah, y nadie sabe dónde estoy).
Debía comer algo después de dejar las cosas en el hotel. Pero llegué al cuarto, me saqué las lentes de contacto para descansar los ojos. "Me tiro un toque en la cama y bajo a comer algo...".
Evidentemente, nunca llegué a la cena.
El ruido que me llega podría ser mi estómago, pero no, es la música del hotel de al lado. Recuerdo haberla escuchado mientras dormía y que el sonido entraba en mis sueños como si fuera parte de esa sensación placentera que me abrazó toda la noche.
Abro la puerta rústica y veo, por primera vez, la playa de día. Veo movimiento, a pesar de ser temprano, y esto llama mi atención: "¿acaso no eres célebre, Montañita, por el descontrol de tus noches?". Con los días, entenderé cómo funciona la biología de aquella tierra.
Ni quince minutos habrían pasado cuando llegué al lugar del desayuno: es fácil la vestimenta de verano y no nos demora mucho.
No puedo creer que era yo esa persona frente al mar, frente a ese mar salvaje que no conocía. Y supongo que fue amor a primera vista.
La dueña del hotel me saluda y se sienta conmigo. Es rubia, tiene cincuenta años y ojos verdes y redondos.
Es una especie de Susana Giménez relajada y dulce. Su voz parece la de la señora amable de las novelas latinas. Me mira con ternura y le pide a los chicos que me sigan trayendo tostadas. Yo no emito palabras, solo mastico.
Me entero de que fue nadadora, que Dios la acompaña en cada momento y que su deseo es evangelizarme antes de que me vaya. En mi mente le deseo suerte.
Se sorprende cuando se entera que estoy viajando sola y el objetivo de su misión cambia: como nadie debe terminar el año solo, tiene dos días para encontrarme amigos. Yo le hago saber que estoy bien así, que no me molesta estar sola y que tuve un año difícil.
Insiste en si acaso no tengo conocidos perdidos por Ecuador. Le aseguro que estoy bien ("en serio"), y que no conozco a absolutamente nadie.
Mis palabras son interrumpidas por una de las típicas situaciones en mi vida: la contradicción accidental.
No bien termino de decirle que soy "nadie" en Ecuador porque "nadie" me conoce, resulta que "alguien" grita mi nombre desde la playa: dos personas agitan la mano; la mujer lleva su suéter colgando de la cintura (algo ancha) y lleva un bolso del que sobresale un termo; el hombre carga la mochila pesada y una bolsa con galletitas.
¡Los rosarinos! ¡Lo lograron!
Me río como loca. Le explico rápidamente a la dueña de dónde salieron mis "amigos".
Me paro y me apoyo sobre el palo vertical de madera que separa al hotel de la playa, y agito las manos. Ellos se ríen también, y siguen su camino.
"A esta hora se despierta siempre... Te voy a presentar a alguien", me dice la dueña, y se va a retar a un tal Darwin porque perdió las llaves de algunas habitaciones.
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