jueves, 14 de febrero de 2013

Ascenso y caída de los románticos treintañeros

El enamoradizo promedio llega a los treinta sin panza. Las excepciones sólo demuestran lo excepcional que es esta especie.
En su tercera década ya no es muy posible, pero tampoco es condición excluyente, encontrarlos en fiestas y boliches, no: uno puede encontrarlos realizando actividades diurnas. Hablamos de gente que atravesó, casi inevitablemente, la segunda década de vida rodeada de madrugadas. Hablar de sus veintipico resulta casi exhaustivo y aburrido, y aún es difícil definirlos o delimitarlos, ya que se parecen a todos los demás mortales. Es cuando atraviesa la psicología del veinteañero que no sólo pasa a pertenecer a este grupo, sino que crea propiamente la especie. 
Lo cierto es que el enamoradizo patológico es delgado, entre otras cosas: esto se debe a que es un nómade que corre detrás del objeto de turno. Nunca ha descansado; nunca se ha detenido. Ese sueño que lo llama lo mantiene delgado, porque detenerse es contrario a su naturaleza.
Cualquier cosa que amenace esta promiscuidad romántica está condenada al fracaso o a la extinción. Y que suceda la primera o la segunda alternativa va a depender del egocentrismo de este ser: los menos egomaníacos dejarán ir a sus perseguidores -no sin antes asestarles algún tipo de golpe mortal-, pero aquellos de enorme ego mantendrán cautivas a sus presas y las mirarán cada vez que pierdan sentido, cada vez que ese ego haya sido manchado. Hay cierta belleza en este arte, y las horas que un romántico de este último talante dedica a mantener con vida una ilusión ajena se vuelven llenas de magia. 
Finalmente, descubre que se ha encariñado con el perseguidor, y llega un momento en la vida en que se ha rodeado de amigos que alguna vez fueron algo más o eso quisieran haber sido. 

Dependiendo de su necesidad de libertad y del amor que posean sobre sus propios tiempos, las relaciones con su objeto de turno oscilarán: serán breves e intensas, o más largas... e intensas. La variación en el tiempo es claramente complejizada y singularizada por la personalidad del objeto de deseo. Muy de vez en cuando se encuentran dos enamoradizos y se produce un choque de universos, pero hablar de esto significaría otro capítulo, aunque podemos decir que sería algo así como lo que sucede cuando realmente chocan estas enormes masas espaciales (uno no quiere estar cerca).
Lo importante es el movimiento: la relación, en caso de haberla, debe ser dramática y nunca debe ponerlos ante el peligro de la quietud. ¡Qué especie más hermosa!




                                                            



El enamoradizo tiene un intenso miedo a la muerte, por eso busca amar todo el tiempo; y es durante ese período en que aparece su animalidad preciosa, las sonrisas, las miradas y todas aquellas pavadas metafísicas que sólo un enamorado de la no muerte puede traducir en la materia. Cuando hace el amor, según dice un exponente famoso, el miedo a la muerte desaparece. Lleva al extremo la verdadera historia de la existencia del ser humano en el mundo: la pelea contra ese miedo y esa pulsión, como si cada minuto de su vida quedara determinado por un decisión que, si bien puede tratarse de algo vano, no es otra cosa que la lucha encarnada contra el percibir que una fuerza oscura nos espera. Una fuerza hecha de "nadidad".

El momento siguiente es determinante, el momento en que se produce la ausencia, porque es ahí cuando el enamoradizo se divide en dos grupos: los que tanto aberran y temen a la muerte que se terminan matando para escapar de ella; y los que aún conservan cierta inocencia, porque saben que el próximo golpe será el que aplaque esa furia promiscua que los hace saltar de bar en bar, de edificio a edificio.
Dichosos los que pertenecen a este grupo, la vida es un juego peligroso/delicioso. Porque si bien rehuyen de las multitudes que los atraparon en la adolescencia, aún se acercan cuando termina el día. Cuando la luna está entera en el cielo. El brillo en la oscuridad los obliga a salir de su cueva, y con esos ojos que amaron la noche, de la cual descifran como nadie las horas por venir, deambulan por los bares. Prefieren  los rincones oscuros o los más luminosos: ahí espera ese Peter Pan, ser percibido y ser descubierto, ser lanzado en una nueva aventura, sabiendo que ese sentimiento dormido se disparará con charlas atrevidas, irónicas y románticas. Una promesa de un para siempre que se activa y que lo hace olvidar su necesidad de movimiento. 






Se supone que como especie persiguen una finalidad: un hilo secreto que provoca las aventuras, un núcleo primordial enlazado al miedo de muerte. 

Atrás de esa mirada tierna de deseo y atrás del brillo en los ojos cuando ven aquello que tanto persiguen; al margen de tanta inocencia indecente echada sobre un vestido; calzados en esos pies que se mueven alegres con los besos robados, los enamoradizos creen no sólo que vencerán a la muerte con su danza burlona, sino que creen que vencerán la historia de los fracasos amorosos: los que no mueren siguen adelante... ¿algo los detiene algún día? Sí.
Un cansancio quizás, porque una mañana la adrenalina ya no es la misma, y el tiempo se deposita en alguien distinto a todo lo conocido. Y cuando todos los factores se cruzan en un único punto eternizante, se lanza entonces en lo que cree que será su última gran aventura. Y desaparece. 

Por ahora se desconoce qué pasa en la siguiente etapa de la vida de un enamoradizo (si logra sobrevivir o no...). Pero datos recientes anticipan que cualquier cosa puede sucederle... salvo el llegar a los cuarenta sin panza.












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