Sábado: el día en el que uno puede dormir.
Son las 8.30 y ya no aguanto estar en la cama… Por lo único que no me levanto es porque el lunes voy a desear no tener que hacerlo; y sin embargo, ahora que podría elegir quedarme tirada, no quiero.
Ya conozco cómo funciona: a lo mejor, si me obligo, puedo dormirme un rato más y despertarme con sueño y dolor de cabeza. Por otro lado, también me enojaría empezar a cabecear un sábado a las 12 de la noche, pero es lo que me toca: están los mandatos sociales y convencionales, pero también, los deseos de mi propio cuerpo que ya casi saborea las tostadas y el café; y sin que lo pueda controlar, mis dedos del pie se mueven de un lado a otro.
Son las 8.30 y ya no aguanto estar en la cama… Por lo único que no me levanto es porque el lunes voy a desear no tener que hacerlo; y sin embargo, ahora que podría elegir quedarme tirada, no quiero.
Ya conozco cómo funciona: a lo mejor, si me obligo, puedo dormirme un rato más y despertarme con sueño y dolor de cabeza. Por otro lado, también me enojaría empezar a cabecear un sábado a las 12 de la noche, pero es lo que me toca: están los mandatos sociales y convencionales, pero también, los deseos de mi propio cuerpo que ya casi saborea las tostadas y el café; y sin que lo pueda controlar, mis dedos del pie se mueven de un lado a otro.
Lo único que hice el viernes a la noche fue releer a Nieztsche, porque hace semanas que me prometo someterlo a un examen sistemático y serio. ¿Yo, que no soy seria, y menos sistemática? ¿Él, que no fue sistemático, y menos serio?
Una y otra leí el fragmento tan increíblemente escrito: “Al oír estas palabras Zaratustra se despidió del santo diciéndole: ¿Qué podría yo darte? ¡Pero ya es hora de que me vaya. No sea que te quite algo. Y así se separaron el anciano y el hombre, riendo como dos niños. Cuando Zaratustra estuvo de nuevo solo, dijo para sus adentros: ¿Será posible? Ese viejo santo en su bosque no se ha enterado aún de que Dios ha muerto!”.
Tremenda declaración la de este muchacho. Así, como nada, marca con una frase, con una sentencia, el sentimiento que va a acompañar a cada alma intelectual del siglo 20. Más aún, habiendo muerto en el año 1900 (sí, hasta en ese detalle se hizo leyenda), marcó el destino del siglo que casi no llegó a conocer. Logró escandalizar a personas que secretamente adoraron esta confesión, que volvieron sobre sus textos tratando de encontrar al buen pibe confundido detrás del cabrón nefasto; y también, aparecieron aquellos que lo vieron como la puerta, como la excusa para ahondar en pasillos oscurísimos reflejados en los terribles hechos a los que asistimos en nuestro (ya pasado) siglo. Rápidamente, un escuadrón antibombas doctas analizó la frase, demostrando la imposibilidad de la idea de que si existiese una ser llamado Dios, este pudiese perecer. Porque claro, ese era el mayor problema...
Otras almas, de dedos muy sutiles, lograron descifrar, muchos años después, qué era exactamente lo que nos quería decir este señor: ese dios motor inmóvil aristotélico, voluntad creadora escolástica, ser perfecto cartesiano, propio de la devoción del deber kantiano, dador de la razón humana salvadora iluminista; ese mismo concepto era el que estaba muriendo, porque lo que pasaba en el mundo (y pasaría, porque quizá Nieztsche fue un hombre de nuestros tiempos colocado en un momento histórico que no era el suyo) no podría sostener la existencia de este Bien que era Ser; de este Bien que convertía al Mal en un no ente, en una privación, y con él, moriría la escandalosa afirmación: "No existe el mal". Lo cierto es que tal vez, esa idea de Dios estaba agonizando para morir, quizá con Nieztsche mismo, pocos años después, ya que si hilamos fino: ¿quién más volvió a hablar de él con tanta pasión?
“Mucha información”, me dije a mí misma, mientras hacía un café gigante y negro.
En la cocina, la bicicleta roja me miraba como un perro que pedía que lo saquen a pasear.
Una sola vez había salido, y era porque me obligaron, porque yo le tengo miedo a todo: le temo a Nieztsche y a mi bicicleta. De hecho, el día en que la compré, la traje caminando, como si realmente paseara a un ser vivo.
¿Qué temo? Morir aplastada, caerme frente a la gente y que se rían de mí (y quedar en culo delante de todos, obvio), incomodar a los autos.
¿Qué temo? Morir aplastada, caerme frente a la gente y que se rían de mí (y quedar en culo delante de todos, obvio), incomodar a los autos.
Por todas estas razones, tratando de hacer uso de mis propias teorías, y una hora después de digerir las controversias y la lucha dialéctica de mis deseos y pensamientos, salía yo con la mochila, calzas, zapatillas, y cara de deportista. Ah, y me olvidaba, con la bicicleta.
Después de pasearla cuatro cuadras, finalmente me subí. Y mientras pedaleaba tímida y atenta, temblorosa y muerta de miedo, volví sobre el filósofo polémico, al que todos le temen por las cosas que dijo.
¿Yo estaba loca en buscarle un costado amable? Se venía a mi mente ese fragmento que tanto disfruté al leerlo: “Yo solo creería en un dios que supiera bailar. Y cuando vi a mi diablo, lo encontré grave, serio, profundo y solemne –era el espíritu de la pesadez; a través de él caen todas las cosas. No la ira, sino la risa mata. ¡Ea! ¡Aplastemos el espíritu de la pesadez! He aprendido a caminar; desde entonces me pongo a correr. He aprendido a volar; desde entonces no espero a que me empujen para moverme del sitio. Ahora soy ligero; ahora vuelo: ahora me veo debajo de mí; ahora un dios baila en mí”.
Sí, este es Nieztsche el ateo, el asesino de las deidades.
En algún punto de mi razonamiento, casi le doy a un auto con mi bicicleta.
En algún punto de mi razonamiento, casi le doy a un auto con mi bicicleta.
“La risa mata”, recuerdo y me río y pedaleo cada vez más fuerte. La calle sigue en bajada y me dejo caer. El viento seco me da en la cara y el sol de lleno en la cabeza. No hace frío ni calor y solo puedo escuchar mi corazón galopando en el pecho. Me creo un segundo que puedo ser poeta, pero no lo soy.
Algo en mí ya no tiene miedo y podría vivir subida a esta bicicleta: esquivando pozos, enfrentando obstáculos urbanos y autos que me golpearían sin pensarlo tres veces.
Por algún motivo, siento que abandono ese espíritu de pesadez, porque eso es todo lo que pide el filósofo. El espíritu de la pesadez no es otra cosa que el cansancio por emprender lo que nos gusta; la distracción a la hora de leer aquél libro que tanto buscamos; el darnos por vencido en la búsqueda de ese par de zapatos único e ideal; la suma de todos los contras a la hora de solucionar problemas domésticos; las vueltas de la mente cuando encontramos a alguien que se interesa por nosotros; el miedo a caminar por calles que no conocemos; la paralización frente a decisiones no trascendentales y de nuevo, la suma de los contras en cada una de ellas; la reflexión desmedida y vana que nos aleja de la costa (ay, ¡esa me tiene de punto!).
Aplastar la pesadez es un quiero: es ser primero camellos que cargan con las culpas, que se internan en el desierto y sufren las penas, ¡y piden más penas! Para luego despertar como leones y enfrentar esa terrible sensación, que es un dragón de los no simpáticos. Es morir como león en la batalla, sin miedo a lo no conocido, y renacer como niños: cada mañana, con cada pedaleo.
Aplastar la pesadez es un quiero: es ser primero camellos que cargan con las culpas, que se internan en el desierto y sufren las penas, ¡y piden más penas! Para luego despertar como leones y enfrentar esa terrible sensación, que es un dragón de los no simpáticos. Es morir como león en la batalla, sin miedo a lo no conocido, y renacer como niños: cada mañana, con cada pedaleo.
Hasta que ese dios, que poco tiene que ver con el que enseñan, ese que late en la sangre y vive cada mañana de una ciudad que enloquece, baile en mí.
Mientras tanto, no paro de pedalear.
Sí, Nieztsche es imposible y me rindo. Él quería que hiciéramos lo que hizo, no lo que dijo.
Sí, Nieztsche es imposible y me rindo. Él quería que hiciéramos lo que hizo, no lo que dijo.
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