miércoles, 19 de septiembre de 2012
Tenía una carta de mi amigo argentino.
Cuando me dejó en la terminal, me dio un papel.
Mientras yo esperaba el micro y transpiraba como oso polar, la leí; y mientras abría con dificultad el papel doblado, improvisado, pensaba en cómo explicarle vía mail que, si bien me parecía un hombre agradable, yo no tenía ganas de tener nada con nadie.
Supongo que nadie sabrá sobre esto, porque al abrirlo, lo único que encontré fueron datos que él creía que yo podría llegar a necesitar; lugares donde debía parar; parques que no debía dejar de visitar. Y, pero no menos importante, comidas que tenía que probar.
La carta se me perdió, al igual que buena cantidad de papeles que había juntado.
Nunca fui muy atenta. Y menos ahora: pienso operar con las responsabilidad mínimas, y el único objetivo del juego consiste en no perder el pasaporte.
Teniendo en cuenta que hasta perdí buena parte de mi pelo, ayer tomé la decisión de darle ese documento importante a la dueña del hotel para que lo guarde en su caja fuerte.
Volviendo a la no carta de amor, en ella, mi amigo me enumeraba todas esas comidas y bebidas que, si uno las pasa por alto, jamás podrá confirmar a la humanidad que ha estado en un lugar, que ha saboreado el gusto de cada tierra: papaya, guanaba, pitihaya, granadilla, tomate de árbol, quimbolitos, trigillo, empanadas de viento y de morocho -de verde también-, encocados de pescado, etc.
Es cierto.
Pero tengo una objeción: no lo es en mi caso. Mi forma de relacionarme con un lugar consiste en caminarlo en soledad y en silencio; en recorrerlo, por lo menos, una mañana, una tarde y una noche.
La caminata de la mañana ya había ocurrido. Justamente, fue una mañana sin sol, y, al alejarme del pueblo, pude ver montones de pescadores con sus redes.
Podría haber sacado fotos increíbles, pero necesité caminar sin nada. Había algo de viento, ese viento que tiene el encanto descarado que solo se le permite en la playa.
Insisto en que no recuerdo qué cosas debía probar. Pero yo camino, me relaciono de a ratos con la gente de la zona y, de esa manera, me conecto con el corazón de lo que habito. También lo hago a través de esas situaciones que me hacen ser yo y nadie más; a través de mis errores y tonteras y de despertares junto a hombres que no conozco.
Con poca dificultad me levanto de la cama (sola). El rayo de sol que suele entrar no ha aparecido. El vidrio parece algo empañado, huelo agua. Con angustia, descubro que llueve.
Repaso cómo era la costa con lluvia. Arena, mar... y truenos.
Mardel con lluvia era igual a "Sacoa", cine, teatro, churros "Manolo". No parece opción: "Sacoa" se extinguió, el cine y el teatro más cercanos están a doscientos kilómetros y churros "Manolo", frente al otro océano.
Se me ocurre buscar a mis amigas para que inventemos algo, pero recuerdo que la que realmente es mi amiga tuvo suerte anoche, así que ahora debe estar en brazos de aquel hombre que supo ganar.
Apenas conozco a la otra, y no me resulta tan divertida. Es más, mientras practico en mi mente una charla con ella, me doy cuenta de que no recuerdo su nombre.
Me pongo la única campera con capucha que tengo, dispuesta a escapar del hotel. En mi carrera escaleras de madera hacia abajo, casi resbalo... Debo tener cuidado, algún día podría rodar por ellas.
Cuando veo que no hay moros en la costa, corro hacia la playa.
La arena con pintintas mojadas me causa una sensación agradable cuando la piso. No dejo de correr sujeta a ese impulso con el que ya venía. La lluvia me golpea la cara cada vez más fuerte, y río... Acá no existe seriedad, y toda forma de felicidad, por más infantil que resulte, es válida.
Subo al pueblo por aquellas escaleras que ya conozco de memoria: al costado, la ronda de hippies apenas detecta que he pasado a centímetros y la arena ha volado en dirección a ellos.
Bajo el efecto de la tormenta, todo se ve nuevo. Para empezar, no hay nadie y es la primera vez que tengo el panorama claro de las construcciones sin humanos.
En uno de los puestos en los que venden cosas, un artesano improvisa un techo. Me mira, me sonríe y deja al descubierto unos dientes blanquísimos. Me llama con la mano.
Me acerco y me refugio, sin desconfianza. Hay charla:
- Muchacha que confía...
- A veces...
- Igual, muchacha que confía hasta ahí. Piscis, ¿no?
Lo miro con sorpresa. También me río.
- Simpática... Hasta ahí. Pasas distraída todos los días. Te gusta el agua. Escuchas a los demás con atención.
- Algo así -contesto. Igual debo confesar que en algún punto dejé de escucharlo porque un pájaro atrajo mi atención (nota mental inconsciente: sí, soy distraída) -. Igual, yo no sé mucho del horóscopo y eso.
- Deberías saber más, así tu carga no sería tan pesada.
Me reí.
- ¿Te ayudo con el pelo? -preguntó. Sacó una tijera con la que cortaba los hilos que usaba para hacer pulseras.
Antes de contestar, me di cuenta de que ya había entregado mi cabeza. En pocos segundos, con habilidad y cuidado, me emparejó en pelo.
Me puso un pequeño espejo frente a los ojos: no estaba bien, pero no estaba mal. El pelo corto me dejaba en bolas frente al mundo, pero yo misma me había puesto en esta situación y debía hacerme cargo.
- ¿Desayunas? -preguntó y levantó la mano derecha con una cerveza fría y recién abierta.
- No, gracias, voy a ir por un café.
- Soy Stalin, Piscis. Cualquier cosa que tú necesites, sabes dónde encontrarme.
Alguien lo saludó por su nombre:
- Hola, Stalin. Hola... Cristóbal Colón... -dijo, refiriéndose a mí. Stalin se rió. Yo me di vuelta, algo ofendida.
Esa persona que saludó no era otro que el chico de la guitarra, aquel que me había gustado. Así que me quedé con una semirespuesta en la boca. Stalin se rió: "Piscis está enamorada...".
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