http://www.youtube.com/watch?v=CzGt9CZplyE
Escuché por ahí que todo en la vida, incluso ser una mejor persona, tiene elementos físicos.
Creo que en algún momento habría renegado de esto. Un día como hoy, que podría haber sido ayer porque los días son confusos cuando son largos e intensos y mi mente ya no es la misma, alguien habló de una puerta pesada que hay que abrir cada vez que nos queremos conectar con lo mejor de nosotros. Y para tener fuerza ¿qué es mejor que ejercitarnos?
Estos días que pueden estar matándonos, desconectándonos de ese centro de garantía y seguridad, son, sin duda, los que darán que hablar. Y son los que quizás ejercitarán la constancia a la hora de abrir esa puerta pesada.
Pero es Rodrigo Garay quien atajó estas reflexiones (no yo misma) para luego traerlas a un plano que se hizo más real y encantador.
Rodrigo Garay sabía querer desde que tenía memoria: conoció todas las formas de amor posibles y eso lo hacía un gran hijo, un buen hermano, primo y amigo, un amante atento y un padre ejemplar.
Disfrutaba de misterios y enredos emocionales sin verse afectado.Traté de imitar su conducta y las charlas que tuvimos, algo enredados en nuestros besos, tenían que ver con todo esto.
Sus decisiones, incluso las más alocadas, nunca lo habían desvelado, y cuando apostaba a algo no padecía ansiedades, no padecía de reflejos morales ni metafísicos al respecto: sabía que esa idea había sido puesta en marcha y los seres humanos sólo debemos confiar en el tiempo y en entregarnos.
Eso creíamos esa tarde en la que teorizábamos todos nuestros posibles y futuros choques, en la que practicábamos algo del amor. Y sin embargo, cada uno a su manera, habíamos pasado las etapas del amor.
Ese viaje que él había hecho, diez años atrás, era parte del proceso de ser uno mismo: su curiosidad de mundo era demasiado grande como para desplegarse en esta ciudad, así que partió hacia España con una novia: el viaje duró diez años; la novia, días. Pero no la recordaba con rencor, sino como una pieza de ese proceso, una pieza para la que él también era una pieza. Sucede que cuando uno cree amar y ese amar se va, aunque sea con un dolor inicial, uno recuerda al otro como una posibilidad que nunca sucedió; como si ese proyecto inicial hubiese sido para otra persona, porque uno cambia cuando los sentimientos cambian y lo que podría haber sido no es más que una alienación de la realidad y un juego de la memoria confusa que, al evocar situaciones, no hace más que repasar un obra retocada infinitamente.
En este trayecto en el que todavía estoy, yo no lo conozco. O, mejor dicho, no lo reconozco. Nos habíamos cruzado hacía diez años.
Por ahora solo recibo mensajes erráticos; mensajes que hoy me sobran, pero que mañana echaré de menos.
La temperatura va bajando como baja aquel telón del teatro en el que ahora estoy. Mientras la obra termina, el verano también lo hace. El otoño despliega su encanto y trae viejas sensaciones, y algo de calma, esa calma que sólo tiene lo nuevo. Pero es lo nuevo que no es nuevo, eso que quizás siempre está ahí: los balcones, que son parte de una arquitectura a la que nos habitúan nuestros días laborales, forman una nueva entidad. Esta Avenida de Mayo, de la que este teatro toma parte de su nombre, se desdibuja en otro escenario, y de esos balcones comienzan a asomarse personas que entienden que el día terminó. Las luces se encienden casi al mismo tiempo, como si otra mente programara la vida salvaje de la ciudad noctámbula. El aire festivo se materializa en botellas que tienen en sus manos. Yo solo tengo mis dilemas y la idea de evaporarlos escribiendo. Escribiendo estas líneas que nunca creo que alguien vaya a ver...
- La temperatura va bajando como baja aquel telón del teatro -me dice Alejandro, que pululaba atrás de mí, pero yo no lo había visto. Se había colado en la oscuridad y me había leído-. Romántica y pelotuda...
Cierro el cuaderno rápidamente y ni lo miro. Él se sienta a mi lado y prende un cigarrillo. Me convida uno:
- No, gracias, acabo de fumar.
- ¿En qué andás? Aparte de andar reviviendo a los alemanes del siglo XVIII.
- Buscaba estar sola... Mucha gente en la oficina estos días. Me quedé algo alienada y recién ahora recobro el diálogo conmigo misma.
- Entonces mejor no me cuentes nada, no quisiera participar de ese diálogo esquizofrénico... ¿Algún amor por ahí?
Lo miro fastidiada.
-Todos preguntan lo mismo cuando se quieren poner al día con una persona -dice.
- Otros preguntan por el trabajo...
- Es buen parámetro para saber qué es lo que le importa a cada uno -remata, absorbe con fuerza el cigarrillo apretado en sus manos, pero nunca saca la mirada del ciclista que pasa frente a nosotros. Esta noche descontracturada es una invitación para no preocuparse por los autos. Por algún motivo desconocido empiezo a pensar en llegar a casa y en hacerme un té de vainilla. El té es una de las mejores cosas del otoño.
- Sabía que andabas en alguna -contesta, cuando le cuento que Pablo, el galapaguense, me había invitado a cenar al día siguiente-. Parece que finalmente se va a concretar esa historia perdida.
Nos reímos. Me levanto y lo saludo: es hora de volver a casa.
Amo cenar desayunos, de hecho, es uno de los platos clásicos de José Hernández.
El té de vainilla y las tostadas nocturnas se ven tibias en la mesa llena de miguitas. La luz del costado alumbra lo necesario. Y mi computadura encaja a duras penas en todo el despliegue de esta cena que es sólo mía.
Cata me responde a la pregunta de "Qué harás este findelargo" (así escrita por mí, a las apuradas). "Pienso estar borracha todos los días...", es su respuesta.
Pero otro mensaje azul me espera: "Seguís atropellando árboles con la bicicleta?". El mensaje pertenece a un tal Rodrigo Garay.
Pienso unos minutos qué es lo que me dice esta persona. Pero me distraen mis nuevos vecinos que están ensayando: pese a las quejas, prefieren hacerlo de noche.
La música entra por mi casa de manera afinada, como si viniera de varios lados a la vez. Alguien chista afuera y me asomo al jardín. Un viento alegre revolea las hojas apiladas y se desparraman en un baile inocente sin tragedia. Una ventana se cierra con fuerza: bien podría ser el viento o alguien enojado.
Muchas veces hablamos con Sol de los mensajes o, mejor dicho, de las señales. Mi hermana es una gran estudiosa de las señales. El universo cantando, el universo bailando, el universo gritando, el universo disfrazándose de gato que aprueba o desaprueba. Miramos pasar la vida y nos sorprende frenar siempre en la misma calle, como si algo nos quisieran mostrar algo. Y ahí en el medio, nosotros con nuestros dramas, jugando a que somos los actores principales de una obra con final feliz. Amé y odié las señales, pero siempre cobraron sentido más adelante, hasta que un día cobraron sentido en el momento justo.
Pero algo que nadie dice sobre ellas es que a veces, para aprender, hay que desoírlas. Tal vez la señal entre todas las señales sea que hay que equivocarse: creer que debemos enviar un mensaje en un arrebato (y hacerlo), creer que mañana recibiremos respuesta sobre un nuevo trabajo, creer que el cambio de estación nos llenará de novedades. O bien, concretamente, creer que tendremos una cita.
Pienso en la ropa que usaré mañana para ver a Pablo y con inocencia busco la belleza en mi cara frente a un espejo, una remera negra que me encanta, pero que siempre olvido que tengo... (lo mismo que olvido mi cara).
Y las señales nos gritan, nos dejan sordos, para que no podamos oírlas.