viernes, 9 de octubre de 2015

Nostalgias

Había algo en San Telmo que tenía que ver con protección, con volver a un lugar inmaterial en donde encontraba lo mejor de mis experiencias, ese costado de mis historias que me llevaba a sonreír.
Una seguridad que no podría describir más que con los olores de la memoria, esos que, en general, se explican con galletitas...
San Telmo era comer bizcochitos Canale mojados en café con leche.

Era poder vislumbrar mi cuerpo de cuatro años, increíblemente sensual y pulposo, que despedía ese olor a agua de verano, después de revolotear como nadadora olímpica en la pileta de treinta centímetros de profundidad de mi abuela y competir por el trofeo de sus abrazos.

El esplendor de la vida era completo cuando veía enredos épicos y amorosos en el mismo programa en el que mi hermano sólo veía la lucha entre el bien y el mal: He-man.

Parece que siempre fui de pasiones desenfrenadas e intensas, pero no podía dejar de preguntarme, con mis reflexiones filosóficas de tantos meses de vida, y la sabiduría ardua del jardín de infantes, si el vecino de enfrente, con el que jugábamos al Auto Fantástico y me levantaba del piso para besarme porque era más alto, me amaría siempre, y si las tardes en París se sentirían así.



           Foto: Daniel Katz                                                                                                                                



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