El bolsillo de mi mochila,
desordenado y lleno de papeles que debería haber tirado,
papeles que creí me servirían en algún momento,
me hace acordar a mí.
Tal vez, por el caos.
Soy el bolsillo de mi mochila,
sucio, con servilletas con moco,
con un caramelo que nunca comí, ¡pero cómo me gustaba!
y que se pegoteó en el fondo floreado,
que me hace enfurecer cuando debo sacar algo.
Estoy llena de entradas a museos, a cines, a espectáculos
en los que fui feliz y a los que guardo como souvenirs.
Nunca los vuelvo a mirar, son sólo una promesa.
¿Acaso el caos es promesa de vida?
Cargo folletos de descuentos,
soluciones que nunca recuerdo cuando se presenta la oportunidad,
jengibre en polvo para darme fuerza o para echarlo en el ojo de un atacante si hace falta,
como espada de Grayskull que se supone me cuida.
De vez en cuando, uno de los papeles cobra sentido.
Es el resumen de mi agenda, la agenda de la agenda.
Con suerte, le tacho alguna palabra.
Y siento un alivio que se escurre enseguida.
Me pregunto por qué no nos vacío,
¿Qué terror hay atrás de la ausencia?
Así ando, llena de promesas,
sucia por seguir acumulando,
esperando nuevos papelitos que propongan algo de caos,
algo de vida a esta vieja rutina
Así ando... sólo movida por el ritmo de las canciones
que escapan del control de sus creadores.
Hoy me duele mirar la mochila,
me duele preguntarme por qué cargo aquello que no necesito.
Por qué no vacío todo y aunque sea creo un nuevo caos.
También me duele no hablar de lo importante.
Pensar que lo que nadie sabe de mí
-sí, lo que está en el bolsillo de la mochila-
es lo que creo que no vale la pena ser hablado.
El bolsillo de mi mochila es silencio.
Del más agudo,
que revolotea por la noche,
cuando nadie me ve. Ni yo misma me veo.
Me duele mirar la mochila.
Y me duele no verme.