La tormenta enseña a correr con cuidado
por las calles inundadas
en las que el cordón y la vereda
desaparecen comidos por un río.
Las gotas de agua,
movidas por una ley invisible,
se dirigen juntas hacia una misma dirección.
Ponen en duda la casualidad.
La tormenta se compone de agua y viento.
Y esa fusión golpea.
El aire y el agua no tienen límites,
atraviesan las paredes y los contornos de los seres vivos,
desde los tiempos en los que horarios no había.
La tormenta trae olor a renovación,
a que el clima cambia,
a que hoy se duerme porque baja la temperatura,
a que la ebullición atrapante del verano hace erupción en la cortina de agua, en la cara del más descreído.
La soga apretada comienza a aflojar,
como cuando uno acepta que llegará mojado a destino.
Que las medias no tendrán el sentido de ser medias.
Y que si no vamos a casa, habrá horas de sufrimiento lento.
Sólo los desafortunados de la tormenta pueden calzar sus zapatos empapados,
como si calzaran charcos.
Porque la tormenta, dicen, nutre con violencia,
como sólo ella puede hacerlo.
No nos toca a nosotros guiar de la misma manera,
si ni siquiera calzamos los zapatos de otro.
Al salir, el día tal vez sea completamente distinto:
la luz, diez grados menos.
Y yo me despedí callada, sabiendo que había terminado una estación.
Sólo la tormenta pudo guiarme al fin.
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