viernes, 24 de febrero de 2012

I feel love

Amar. Querer... (Te quiero, Fuckin love you, Ik houd van jou, Mi amas vin).
Desear. Esperar. Buscar.
Era como si alguien me mirase todo el tiempo. Yo nunca estuve sola.
Me esperaba; me esperaba en la esquina mientras hacía mis caminatas; en Cabildo; en la salida del subte; a veces, me esperaba en la cama, en el baño, en la cocina.
La solitaria y su fantasma. Siempre estuvo conmigo...
Extrañar. Lo bueno, lo único bueno de la melancolía siniestra. Sin embargo, me pregunto qué problema tiene esa parte mía que se esfuerza por aferrarse a las desgracias, a esas malas experiencias de las que ninguno de ustedes está exento tampoco.
Tuve que cambiar de agua para poder descansar, escapar para sobrevivir, ser lejos para poder volver a ser; viajar por lugares hasta mi propio centro, con mucho esfuerzo, muchas alegrías, aventuras, nuevos desafíos. Fui y vine, corrí, salté, nadé, huí pero estaba, volví y me alejé; después de cinco aviones, seis lanchas, infinitos taxis de un dólar cincuenta y autos compartidos con asociados que jamás volveré a ver, me (te) pregunto (en serio): "¿cuál es tu problema?".




- Decímelo, Juan...
- No es mi intención juzgarte. De hecho, no es mi estilo, Lolita.
- Me las estás mirando desde que llegué. Decímelo ya o no sigo contándote del viaje.
- ¿¿Tenías que ponerte ojotas??
Juampi se rió cuando me lo dijo, pero sé que en algún punto secreto de aquella mente llena de ideas y planes siempre divertidos, yo lo había desilusionado. Esperaba ver a la mujer que tenía guardada en su mente: una mujer de por sí alta, pero subida a tacos interesantes; le daba esa sensación de estar acompañado de una modelo. Una modelo que sin embargo reía con sus chistes verdes, los retrucaba y seguía el hilo de los acontecimientos dispares de su vida.
También esperaba algún vestido entallado, ese escote sugerente, ese bronceado parejo, luminoso, acompañado de la sombra prolija que definía dos ojos grandes y furiosos. El pelo largo, castaño a punto, movimiento justo.
En cambio, mi querido amigo recibió a un negro isleño, con ese rostizado desprolijo algo leproso ya después de varios días. "Me estoy poniendo crema, te lo juro...", fue lo que le dije cuando un pedazo de mí cayó sobre la mesa. "Te juro que es entre gracioso y trágico, pero te veo tan bien...".
Tampoco tuvo suerte con el escote, porque toda mi ropa más bonita estaba lavándose en la casa de mi mamá, por lo que vieron la luz viejos trapos que me resigno a regalar.
- Y eso que te dije que cenábamos en Puerto Madero...
- Vi un montón de gente en ojotas.
- Pero ¡son brasileros!
Sí, Buenos Aires, o por lo menos Puerto Madero, estaba lleno de brasileros. Juampi y yo nos habíamos buscado con la mirada mientras buceábamos en un mar de personas de Brasil que vacacionaban en nuestra ciudad. Una vez que llegué, pasaron cinco minutos hasta que no muy lejos pude ver a otra persona que alzaba la cabeza buscando a alguien: era mi amigo, que esquivaba a las señoras que ostentaban esa gracia carioca y algo inexplicable para mis congéneres. Finalmente, nos cruzamos y nos fundimos en un abrazo.
Juampi era el primero de mis amigos que he visto "oficialmente" desde que llegué, y esa había sido mi polémica decisión. El y yo no solíamos hablar de la vida como esa tensión que aumentaba y disminuía, como ese rincón misterioso lleno de peligros. Al contrario, y a pesar de que como todos tenía sus pesares, la vida era para él algo que no ameritaba ningún tipo de búsqueda tediosa, sino ese eterno campo de juegos, ese colchón cómodo y alegre en el que podía tener una cómoda siesta.
Volvamos a las ojotas: todavía no me sentía lo suficientemente urbana como para usar un calzado más sofisticado, y lo único que mis pies (negros, golpeados, felices) parecían aceptar, aparte de las condenadas ojotas, eran esos zapatitos de enfermera con los que iba al trabajo, que a mi me parecían divinos. Este era el motivo por el cual no entendía las cargadas de mis amigos.
Si algo aprendí de mí, es que por lo general necesito un período de adaptación gradual, y todo lo que sea violento o apresurado me desequilibra tanto que saca lo peor de mí: sí, puedo ser un pez en el agua, un pez espada, pero primero debo empezar por ser un erizo y evolucionar.
Por otro lado, no quería sentirme en Buenos Aires, así que cualquier vestigio de playa que pudiese llevar conmigo no sería abandonado aún. Llevaría la playa hasta julio si eso fuese posible. Y en estos días de calor tremendo, en medio del subte, solo llevaría un short y una remera sin mangas. Ay verano, ¡amo de ti el hecho de no tener que vestirme! No por exhibicionista, sino por vaga y cómoda.
- Volvamos a las ojotas -dijo Juampi. Y me palmeó la cabeza con delicadeza.
- ¿Me estás leyendo la mente?
- A veces sí... Nooo, veo cómo te empezás a colgar y a irte por las ramas. Después de esto, me debés el uso de unos tacos altísimos.
- Ay noo...
- Ay sí. El sábado volvés a las pistas porteñas.
Una vez logrado que Juampi no se obsesionara con mis ojotas, empecé a repasar miles de excusas para no salir. Hasta que mi mente dio con una que era de lo más real: yo tenía un cumpleaños.
- Vas a ver que terminás saliendo...
Ni siquiera tuve que exponer mi excusa. Juan Pablo siempre logra lo que quiere.
Si bien lo disimulaba, y necesitaba hablarme de ciertas cosas, estaba entusiasmado por escuchar mi relato.
Y aunque su pose era relajada sobre el sillón, al aire libre, frente al río y bajo la noche porteña, los ojos se me clavaban fijos esperando que le transmita cada sensación de haber estado en dónde estuve.
Yo seguía de cerca sus últimas confesiones: aquel hombre relajado, al que nunca le faltaba una sonrisa, se acercaba trágica e inconscientemente a ese momento en el que todo se coloca en una balanza. Nuestra mente entra en uno de sus estados más poderosos: sabemos que no es probable que en otro momento de la vida tengamos más conciencia y más capacidad que espera por ser desarrollada. Pero como nada es gratis en el universo (por suerte, lo bueno que hacemos tampoco lo es), esta época, que debería ser gloriosa, se convierte en tal por el precio de las mochilas que llevamos: esas historias de amor, de odio, de pasión, de fracaso... sí, ¡tantos fracasos! Experiencia más inteligencia más capacidad más conciencia. Todo esto, una combinación letal que nos arroja bajo el martillo de ese juez que nos declara culpables y nos sentencia a la inevitable crisis de los treinta.
Claro, a ese momento se acercaba Juampi. Sería a su manera, pero era demasiado listo e intenso como para atravesarla sin que todos sus secretos más privados se unieran para noquearlo.
- Te hablo de Galápagos -le dije, y le agarré la mano. Esa mirada que de a ratos me esquivaba tenía esa tristeza propia de los que están cayendo y aún no lo hacen.
Su silencio fue un sí.


"Todas las mañanas me despertaba temprano. El sol entraba por la pequeña ventana de mi habitación en el primer piso. Mi cuarto era todo de madera y me hacía acordar al que tenía en la casa de mi mamá. Miraba por la ventana y veía la playa, que me esperaba. Aunque a veces era tentador dar vueltas en la cama, enseguida recordaba en dónde estaba y como disparada me ponía lo primero que encontraba sobre la biquini y salía a la terraza. Desde ahí veía las playas, el mar, la iguanas que se acomodaban sobre la arena de manchas negras por la ceniza, y ellas buscaban el sol. De vez en cuando pasaba alguna persona, y como efecto dominó, ellas se iban moviendo, con algo de pereza. No me era posible pensar, creer, que hay lugares en los que no está ese olor a mar (así de metida en ese universo estaba yo), y el viento, que ahora recuerdo y extraño, en ese momento no llamaba mi atención... Ese viento marino lleno de paz, que me acompañó por tantos días en la isla Isabela, en la isla Santa Cruz.".
Juampi se rió. Pude ver en él la melancolía por aquel lugar que ni siquiera conocía. Fue extraño reconocer en él la melancolía.
"Desayunaba en la cocina que había. Pequeña. Una mujer que creo que se llamaba María y era muy amable nos traía huevos, café, pan (que se suponía que era tostado, pero lo cierto era que no), manteca.".
- ¿Nos?
"Nunca desayunaba sola. En ese hotel había solo cinco habitaciones de las cuales solo cuatro estaban habitadas: dos familias mendocinas, que de alguna manera me habían adoptado,eran quienes ocupaban dos; un italiano deportista aventurero y su lindísima novia sueca ocupaban una tercera; por último, la chica algo autista y solitaria, a la que a veces pasaba a buscar un belga, y otras un argentino igual de solitario. O sea, yo. Una vez que desayunaba y estaba lista...".
- Con lista, ¿decís?
- Shh, es suficiente información.
- No interrumpo más.
"¿Te conté que teníamos un enorme ventanal transparente por el que veíamos el mar? Yo salía, atravesaba las reposeras y la carpa abierta a modo de toldo que el hotel nos daba y en el que solían estar lo padres mendocinos, y llegaba hasta la orilla. Siempre llevaba la cámara conmigo, porque a cada paso algo nuevo sucedía. En mi playa, en el mar en el que yo nadaba a veces había pelícanos y algún lobo marino. Los lobos marinos no eran dulces, de hecho, uno casi me ataca...Me iba hacia las piedras grises oscuras llenas de puntitos rojo fuerte, que eran cangrejos. Me apuraba para alcanzarlos (aunque en Galápagos, nada se puede tocar porque te multan), a veces me golpeaba los pies... Mirá cómo me quedaron... y los cangrejos huían, en todas las direcciones. Pero jamás, en todos esos días entendí que no los iba a alcanzar: esa ilusión no se apagaba nunca, y me reía solo al verlos, pensando en que al otro día lo intentaría de nuevo... Va, otro día no, lo intentaría a cada paso.
No paraba de caminar por esas playas... Solo de vez en cuando me cruzaba a alguien. Nos mirábamos y nos saludábamos con esa complicidad que tienen las especies que no pertenecen a un lugar, pero que han sido invitadas. Por otro lado, eso generaba un sentimiento de solidaridad, parecido al que existe en los centros de esquí: delicados como somos en estado natural, debemos defendernos en ese estado salvaje en la que el hombre no tiene el absoluto control de los hechos.
- Ok, te perdí Loli. Pedimos la pizza y seguimos.


- Que bueno que comas... Eh con cuidado ese pedazo...
- Juan Pablo. Me hacés sentir una chanchita-le dije, todavía medio atragantada por el pedazo de pizza que acababa de terminar.
- A veces salgo con mujeres que no comen... Es un embole. Con vos puedo pedir una pizza entera para dos.- Y me palmeó la espalda.
- Ok... gracias por el ¿piropo?
- Me gustaría haber estado ahí.
"Una caminata por la playa era algo de otro mundo. Un día me fui en bicicleta a recorrer la isla. Casi no pasaban autos, porque hay pocos autos en todas las islas, sobre todo en Isabela, que es en la que casi no hay gente. La vegetación es como de un clima árido, hay cactus y a veces me perdía en caminos de tierra, por metros interminables: igual yo nunca dejaba de moverme y cuando me creía sola, algún insecto enorme me rondaba. Al costado, siempre alguna lagartija estaba tomando sol, vigilando mis pasos...".
- Ayy, las infinitas fotos de lagartijas. Solo a vos te parece divertido.
- Es que cada una tenía un detalle diferente. En el pecho... todos colores diferentes, miradas diferentes.
- Una lagartija no tiene cara de nada, no insistas, Lola.
Claro que él tenía razón.
- No te me enojes.
- Es difícil con vos y tu realismo.
- Igual lo lográs. Estoy ahí. Extraño. Te juro, a mi pesar, que siento que estuve ahí... y que quiero volver.
- Vamos a volver, te lo juro.
- ¿Y el día que llegaste a esa playa que era como una pileta?
- Ese día fue increíble. Me había cambiado de isla y estaba en Santa Cruz, que es una isla más habitada y con  una estructura más urbana. Si bien extrañaba Isabela y su aire de pueblo, con plaza principal alumbrada por faroles extraños que parecían palos de un viejo mago, con su bola de cristal mágica; rodeada de lugares de comidas con techos de paja y mozos que después de servirte decían "Que Dios te bendiga", Santa Cruz tenía su encanto. Nunca te conté que en Santa Cruz había bares y hasta se armaban fiestas.
- Ahí estaría yo, de cabeza.
- Igual en Isabela había dos bares: uno lo descubrimos con un amigo una noche, mientras caminábamos por la playa. Vimos una luz en el medio de la nada: se escuchaban música, risas, gente que se movía por la playa y un árbol lleno de botellas, como para no desentonar con la aventura primitiva que era vivir ahí.
- ¿Botellas?
- Sí, colgando de sus ramas, en vez de hojas.
- Anotame ahí también...
- Listo... anotado. Y había otro bar, al que fuimos la siguiente noche. Sobre un muelle, con vista al mar, al faro del que se desprendía una luz tenue. "El humito de Lost" le decíamos.
- Jajajaj, ingeniosos. Vos y tu novio galapaguense.
- Primero, éramos amigos. Segundo, es argentino.
- Bueno... pero digamos, los dos solos ahí... ¿vivían juntos?
- Nop. Cada cual en su casa.
- Pero pasaban tiempo juntos... excursiones, cenas, bares. ¿No intentó nada?
- No, Juan.
- Mmmm tu tranquilidad hacia el sexo opuesto me extraña. ¿Y el pibito de tu despedida?
- ¡Nada! ¿Me vas a preguntar por cosas del año pasado?
- Lola, el año pasado fue hace tres semanas.
Me di cuenta de que si bien siempre tuve presente mi caricaturesca exageración con respecto al tiempo, para mí había pasado un mundo en el medio. Estaba tan lejos en mi corazón de todo lo ocurrido antes del 29 de diciembre, que casi me era imposible dar explicaciones de cualquier hecho de ese entonces. Eso era bueno. Porque si bien el año duro había terminado, antes había tenido la preocupación de poder desprenderme emocionalmente de él... Bueno, parece que lo logré.
- ¿Cómo aceptó Sol no ser la primera en verte? O sea, ¿corro peligro mi vida?
Me reí. Le hice "sí" con la cabeza cuando sin hablarme me preguntó si quería otra cerveza.
- Sol me busca por acá y nos vamos caminando a su casa. Me quedo a dormir ahí.
- Ahhh... Ya me parecía.
- Igual, extraoficialmente y de manera accidental, Cata fue la primera en verme. Pasó por la casa de mi mamá ese domingo...Viste que es amiga de la familia. Aunque me hizo dejarle un esquema que le informaba detalladamente dónde iba a estar yo en cada momento, entendió que mi avión llegaba a la noche, no a la mañana.
- Me imagino su sorpresa cuando te vio.
- No lo podía creer.
- ¿Sabés algo de alguien, Lo? O sea, yo no vi a nadie.
- A ver... Santi está en Colombia.
- Lo sé... intenso.
- Aja... me extraña que aún no recibí mail de él, le debe estar "quemando" la cabeza a alguien más. Bue, Julia embarazada y padeciendo calor. Sol dice que me quiere contar algo: si me dice que está embarazada me tiro al río. Nadie sabe nada de Barbi...
- Se fue. Pero no sé adónde.
- Es raro... me preocupa. Sol quizás sepa algo.
Eso era cierto, extraño. Había recibido mails de ella, pero desde que llegué la había llamado algunas veces y no la encontré. Me imaginé que estaría con trabajo, pero al no encontrarlo a Daro tampoco, sospeché que estarían juntos por la costa (anticipo: nada de esto era así).
Juampi casi no me escuchó: no se dejaba de mirar con la moza; mejor dicho, ella no dejaba de mirar a mi lindo amigo.
- Es una desubicada -le dije, muerta de risa-. Estamos los dos solos... quizás estás conmigo. ¡Y la mina te "histeriquea"!


- ¿Interrrumpo? -nos dijo una rubia. Era Sol. Me reí. Me levanté y la abracé. Juampi nos miró con dulzura mientras nos fundíamos en un abrazo. "Estás tan lindaaa, Lola, cómo te extrañé mi amor, no me dejes más...".
Más tranquila y relajada que nunca, Sol estaba vestida de manera casera. No suelo verla así, pero como vive tan cerca, para ella, esto no era más que una caminata nocturna después de cenar.
- ¿Estás embarazada? -preguntó Juampi, con su habitual descaro y algo de celos al decirlo. Yo lo miré de reojo con una expresión de "¿qué decís?". Juampi es celoso de nosotras, tanto de Sol, de Barbi, de mi.
Ella se rió. "Estúpida", me dijo, "¿por qué andás con esa idea?".
- Porque estás misteriosa...
- Lo estoy. Pero, ¿vos y esa cara? -le dijo a Juampi, a quién miró preocupada.
- Dolor, pero no sé de dónde viene... - Se tocó el pecho al decirlo.
Sol se sentó. Los tres nos quedamos mirando el río: Juampi extrañaba algo de él; Sol estaba feliz y extraña. Yo los había extrañado tanto que entendí lo bueno de querer, de amar. En cualquier idioma, con todos los lenguajes, con todos los abrazos.
Creo que llegó ese momento: yo estoy sola.




Para ser sincera, el fantasma se había ido conmigo en el avión ese 29 de diciembre del 2011, pero en algún momento se perdió.
No fue el primer día; probablemente, tampoco el segundo. Pero un día me desperté y estaba sola y estaba feliz. El sol fue mío, las playas fueron mías. Montañita, mi primer destino, había sido un viaje a mi cabeza, a la música que suena en mi mente, y fue por esas costas que entendí que estaba sola, que ya no me iba a esperar en ningún lado. Estuve en el mejor lugar del mundo, se los aseguro.
Pero Galápagos fue un viaje a mi corazón... ese viaje que uno hace cuando ya está solo, despojado de sus demonios. Aún me estremezco al recordar la persona que fui ahí, la persona que podía ser y que finalmente soy: mis amaneceres y atardeceres; caminatas sin destino ni horario, pero que paradójicamente, me llevaban adónde quería ir a la hora exacta.
Si hago fuerza con mi mente, siento un escalofrío al recordar la sensación de la piel de la tortuga marina que permitió que la tocara... el caparazón resbaloso, los ojos amigables se fijaron en los míos. Toqué su cara, casi la abracé por detrás. Me sacaron del agua porque yo no quería salir, me había aferrado tan fuerte a ella que me hundía a su lado. Estaba congelada, y mis dedos arrugados, pero era feliz. Al volver al hotel, le dije: "Fue el mejor día de mi vida". Creo que no me entendió ni una palabra, pero se rió y se le achinaron los ojos azules.
Lo bueno de estar solo en el corazón, es que uno realmente "está" con esas personas que aparecen a cada instante. Cuando uno no lleva a su fantasma consigo, en el fondo, puede no estar solo, sino bien acompañado.
- Pocas veces fui tan feliz. No puedo creer que esto me esté pasando... -nos dijo Sol.




http://www.youtube.com/watch?v=7weusloU8Xc

viernes, 17 de febrero de 2012





Hagamos de cuenta que no sé quién soy. O mejor dicho, hagamos de cuenta que nadie sabe quién soy yo, porque personas que nunca vi en mi vida miran cómo las estoy mirando, cómo empiezo a aislarme del mundo (¡Déjenme ir!) y cómo me pierdo en mis auriculares azules. 
Sé que mis ojos son ridículamente grandes, hoy ya me lo han dicho tres veces; y sé que mi lenguaje corporal es demasiado agresivo para los ecuatorianos. Tristemente, me acerqué a uno para preguntarle dónde podía conseguir el pasaje hacia el pueblo al cual quiero ir: se alejó de mí, ¡como si yo le fuera a pegar! Poco a poco se dejó llevar por la dulzura de mi voz de pito y el bosquejo de una sonrisa amable. 
Mi "che" no lo confundió; al final se rió como esas personas que observan a los animales marinos haciendo piruetas (solo faltó su aplauso).
De todas formas, él no sabía adónde tenía que ir yo, y lo abandoné con sus onomatopeyas y sus manos que se agitaban en un "no sé" físico.

Estoy tomando una Sprite, porque es lo más familiar que encontré en la terminal. Claro, ya subida al micro me creo una reina. 
Es entonces que saco mi anotador y trato de dejarme acompañar por la música, y sobre todo, trato de evitar que alguien me hable. Obviamente, fallo, porque mi compañero de asiento insiste en presentarse.
Le esquivo la mirada y veo la terminal que aún no dejamos (¡y ya casi sé todo sobre Roberto!): los quioscos amontonados uno al lado del otro; esa especie de quiosco que no es más que un mostrador en el que se exhiben las golosinas apiladas. Lo curioso es que cada dos pasos hay uno, y (no exagero) debe haber veinte en una sola cuadra que forma la terminal de los buses que llegarán y saldrán de las puertas 20 a la 40.
La humedad ya no se siente desde mi asiento, pero la puedo ver en la cara de las personas: los hombres no son guapos (Roberto no es la excepción), y las mujeres no son feas y están muy arregladas, con los rímeles que pelean ante ese calor sofocante. El buen humor no abunda como sí lo hace la humedad . De hecho, debe existir una estrecha relación entre ambos fenómenos.
Parece ser que se ha decretado feriado en el país (algo similar a lo que debe estar sucediendo en el mío) y la terminal colapsó de gente. Gente obsesionada por viajar, por llegar a cualquier lugar que no sea esa ciudad. Estresados llegan de todas partes para arrojarse contra las ventanillas.
Algo que me llamó mucho la atención es que el grado de estrés de esta gente no es similar al grado de estrés que maneja la mía: fui testigo de una pelea entre el vendedor de boletos y un interesado en adquirirlos. No hubo gritos, nadie levantó la voz: de hecho, la tensión del momento se vivió en una verborragia de tintes caricaturescos, seguidos por un alto por parte del vendedor y una elucubración (supuestamente) amenazante: "¿Por que tú no te callas y me oyes a mí?". El comprador se fue, o más bien, escapó con el boleto, debiendo los 50 centavos de dólar que creía que no debía pagar (producto todo de la conocida avivada: todos quieren, entonces aumenta). 
Ese hombre que se había enojado es el que está sentado al lado mío. "Hola, soy Roberto", me dijo y me extendió la mano. Lejos de ser el líder sindicalista que embistió al pobre chico boletero en favor de los derechos de los trabajadores, es un pescador que ama la yanquipelículapochoclera que nos pusieron. Se ríe de a ratos y me codea cómplice.
Yo, que no sé quién soy, o más bien, nadie sabe quién soy, le sonrío de compromiso y trato de seguir escribiendo estas líneas.


Guayaquil es sucia. A medida que me alejo del centro, veo las calle llenas de basura. No hay muchas personas en la calle, pero es clara la pobreza de este país. Ahora, no soy la típica filántropa, pero me molesta cómo son las cosas. O sea, soy humana. 
Secretamente no me llama la atención y de nuevo, aunque molesta, no siento ese dolor descomunal de los que ven situaciones extremas. Termino con la conclusión (ácida) de que no siento esa espina de manera grave porque nos han acostumbrado a todo esto. Sí, me empatizo y busco en mí la solidaridad en sentimiento. Remuevo y pienso "¿Soy una buena persona o una tonta egoísta?". Me quedo sin respuesta.

El mundo es injusto (o quizás simplemente es). Y sin embargo, la naturaleza se impone frente a la suciedad: las montañas siguen en pie y el pasto esconde algo de nuestra propia basura. Pero dejamos Guayaquil, lugar al que volveré en diez días, quizás muy cambiada, o por lo menos, muy lejos de hoy. Por ahora nos acompaña una lluvia, y yo acerco mi nariz a la ventana porque me gusta sentir cómo el agua se hace presente de alguna manera, incluso a través de los cristales. El olor traspasa las barreras y mi memoria olfativa elabora esa emoción inexplicable que dura unos momentos. 
Me alejo de lo poético y sigo en mi observación: hay pocos autos, malos conductores. Roberto me vuelve a mirar. Me desconecto de mi música y con una sonrisa cómplice presto, por primera vez, atención a la película.
Al rato, yo intercambio con mi compañero opiniones de cine. 
Roberto se despide y me da la mano. "Un gusto, señorita. No se olvide de mi playa...". 
Ya pronto llegaré a destino: repaso mis pasos y me siento afortunada. Los boletos a Montañita escaseaban, pero como yo viajo sola, ese único boleto que ningún grupo quería  fue mío. "Tuviste suerte", me dijo el hombre que me lo dio. 


viernes, 10 de febrero de 2012

La hija del fletero...

Noe aterrizó en su amada Lima. Se dio cuenta de que no volvería a ser la misma. De hecho, nada volvería a ser igual.
Entendió esto con una sonrisa tímida y pícara mientras el taxi doblaba en la avenida llena de autos. La noche seca se sintió distinta a las noches húmedas del Pacífico. Había extrañado la suavidad de aquel viento sereno, y el ritmo de todas sus rutinas.
También sabía que no podría olvidar la intensidad del viento cargado de agua; de la música; las fotos imprecisas y confusas.
Todo tuvo un gusto distinto porque le dijo al buen mozo sentado al lado de ella que la despertara poco antes de aterrizar para poder ver la noche limense desde las alturas. Él le sonrió (cosa que le sorprendió: desde joven tuvo la impresión de que la gente no le sonreía nunca). Él asintió con la cabeza al mismo tiempo que arrugaba la frente, porque ella, claramente peruana, había hablado de otra manera. La nueva Noe había voseado sin ningún pudor.
En su mente cansada, sí, pero excitada por las novedades, se mezclaban las palabras, los "che" porteños que ya no escucharía, los gritos italianos, los guiños ecuatorianos, esa "s" que se perdía en susurros, las diferentes idas y vueltas del español de todos los pueblos, y ese castellano infantil bañado de inglés dulce con las palabras que habían quedado en su mente: "No regreses...". Eso había dicho ella. Y Noe entendió que nada sería lo mismo.




Se pasó la mano por la frente mojada. Se miró en el espejo, y pese a la fea luz fría que iluminaba aquel baño más que público, reflejó una imagen que lo dejó satisfecho.
Los ojos negros se detuvieron en los detalles que componían su cara: no por poético, sino, simplemente, como aquel que descubre que a pesar de la edad, las arrugas que rodean los ojos recién empiezan a asomar. Se comparó rápidamente con todos sus amigos: dejados, gordos, con patas de gallo. En cada reunión, parte del saludo inicial iba acompañado de: "Negro, ¿cómo hacés para mantenerte así? Estás hecho un pibe".
Las mujeres de sus amigos le preguntaban si acaso seguía un tratamiento especial; prometían guardar el secreto si confesaba qué extraña mezcla mantenía su piel tersa y desestresada. Él se limitaba a aconsejarles que no fumaran, que no tomaran café y que se acercaran a la medicina homeopática. Siempre, con el mismo entusiasmo, se tomaba su tiempo para explicarles cómo funcionaba el universo físico. Incluso, cuando sabía que ellas no prestaban ningún tipo de atención: en cuanto se enteraban que estar bien suponía más que frotar una crema por treinta segundos, perdían el interés. Lejos de molestarse, él les hablaba con dulzura, porque creía en que algún día entenderían. Él creía en las personas.
En una de esas charlas en las que no faltaban los recuerdos de aquellos tiempos con sabor distinto, se enteró de que su exnovia no solo había sido madre, sino que su hija tenía ya casi tres años. Ella y la niña vivían en otro país.
"Nunca nadie me contó...", dijo él.
No le habían contado porque a veces no lo incluían en aquellas conversaciones.
Ese día sintió una punzada en el pecho, de esas que había olvidado. Se sintió raro, como si hubiera habido un hueco emocional entre ese chico que intentaba hacerla feliz y ese hombre que luchaba día a día  por ser feliz. 
Peleas y reconciliaciones. La convivencia y el alejamiento gradual que se hacía inevitable. Hasta ese día en el que uno no conoce a la persona con la que come y duerme; en la que uno no se conoce, se aliena y debe huir. Las familias interviniendo... ¡qué gusto amargo dejó eso y qué olvidado había estado! El padre de ella, que había sido como un padre, lo buscaba para golpearlo.


¿Pero qué había pasado en el medio? Entre aquello y hoy.
"Tiempo", le dijo alguien. Él lo miró con asombro. "Tiempo es lo que tenemos pero no tenemos...".
El "Suizo" había llegado hacía no más de veinte minutos. 
Dany y el "Suizo" eran los que no estaban casados del grupo, las ovejas negras, los indomables, los que no tenían hijos, los que no llevaban una vida de fines de semana en plazas al sol o en los sectores de juegos en los centros comerciales; al contrario, se movían en un ambiente bohemio, con esa vida desestructurada y descontracturada.
Para ser justos, Dany siempre resaltaba que, a diferencia del "Suizo" (quien a veces saltaba de la nada con comentarios como el que le había hecho), amaba sus rutinas semanales. Esas rutinas que incluían meditación a las seis de la mañana antes de partir hacia su trabajo, en dónde, sin ningún contratiempo, cumplía las nueve horas mientras se mantenía al pie del cañón. Esas rutinas incluían también días de ayuno en el que solo se permitía líquidos y frutas. 
Luego llegaban los jueves, días de contraste y descontractura, en los que por lo general, Magui lo invitaba a algún evento: nunca faltaban ni el champán ni una buena cerveza. 
El fin de semana abría sus puertas desde el viernes: Dany se perdía en una corriente que lo llevaba de manera espontánea por bares, encuentros con artistas, cenas de madrugada y regreso al hogar en algún punto entre esas 48 horas erráticas. Claro que nunca perdía ese rumbo que lo arrojaba nuevamente al lunes con sus disciplinas sanas.


A veces, solo a veces, se sentía perdido en esas juntadas con los amigos que tenían familia. Brillaba como nadie cuando recordaban el pasado divertido y esas anécdotas que fueron trágicas en algún momento.
Toda esa vida intensa lo había encarrilado hacia ese viaje, y este personaje repasó todo esto en aquel baño de Ezeiza.


- Dany, te estás muriendo de calor... ¿no te vas a sacar la campera?- le dijo su madre, con ese aire protector pero no absorbente.
¡No se sacaría la campera! Su look era algo muy importante para él, y esa campera de cuero simbolizaba lo que era y lo que sería.
Ella no necesitó respuesta ni explicación: lo conocía desde hacía 40 años.
La abrazó. Hasta acá llegaba ella. El resto dependía de él.
Parece mentira que, aún de grandes, seguimos sorprendiéndonos, y que, a veces, hacemos cosas arriesgadas, cosas que nunca creíamos que haríamos, cosas que habíamos ido pateando pero que tanto deseamos siempre: volver por alguien, decir cosas que no nos solemos permitir, viajar por primera vez en avión.
- No vas a tener miedo, ¿no?
- Mamá, voy a estar bien. Los aviones son seguros...
- Sí, claro, pero mirá si te da un ataque de pánico ahí arriba...
- ¿Cuándo tuve un ataque de pánico?
- Nunca.
- ¿Y por qué lo tendría ahora que es uno de los mejores momentos de mi vida?


Amó cada detalle de esa primera vez en un aeropuerto: la gente que llegaba, apurada, arrastrando enormes valijas; personas con papeles y con bolsos de mano enganchados en sus hombros buscaban información sobre sus vuelos en las pantallas pequeñas que colgaban prolijas del techo blanco. Hombres y mujeres que aparecían por todas las puertas, que buscaban a sus familiares levantando la cabeza y corrían al encuentro: salían airosos con sus carritos llenos de equipaje; algunos bronceados, otros blancos como papel (de acuerdo al lugar del que venían); vestidos con shorts de jean, pantalones deportivos, trajes elegantes, vestidos; zapatillas, zapatos y ojotas. Una mujer que levantaba miradas con ese andar de pelo impecable, casi salido de una peluquería. Puestos de revistas, en el que todas parecían más interesantes de lo que cotidiana y realmente eran. Y las golosinas, sí: se veían gloriosos los Marrocs, como si fuesen los últimos del planeta. 
Ya había hecho todos los trámites previos ayudado por su madre que custodiaba los bolsos: de esa manera, Dany, había podido leer tranquilo su libro mientras esperaba su turno. Claro que cada detalle de lo que sucedía a su alrededor lo distrajo. Con una sonrisa baja, cerró la tapa y se dispuso a observar: amó cada detalle de esa primera vez en un aeropuerto... 
Frente a la mirada de su madre, entró en la sala de preembarque. Ella siguió cada uno de sus movimientos después de esconderse atrás de un grupo de personas.
Dany nunca supo cómo su "vieja" lo miraba. Una lágrima privada de alegría por parte de ella, un respiro lleno de amor; y luego, se fue, volvió al auto donde la esperaba su marido.


"C6", se dijo en voz baja al ubicar el asiento que le había tocado en suerte. Su compañero era un muchacho, quizás una década más joven que él, que hablaba por celular tratando de esquivar la mirada inquisitiva de la azafata que empezaba a pedir que apagaran los equipos eléctricos.
- Tengo miedo, Lo... Sé que soy pesado... que no va a pasar nada. 
Dany lo miró asombrado: él creía que era el único que tenía miedo. Bien oculto, pero miedo en fin. Le gustó saber que hay gente valiente en todos lados: gente que sabe tener miedo y sabe compartirlo. Eso debilita el miedo.
- ¿Primera vez en un avión?- le preguntó al muchacho.
- Nooo, ni en pedo... - contestó él, casi sin mirarlo. Se veía ansioso;  parecía una persona ansiosa, de hecho.
Aunque por un momento se arrepintió de haber iniciado una conversación, un minuto después, su compañero de avión enseñó una mirada amable: "Estoy preocupado porque voy a Colombia a buscar a alguien... a una mujer. Supongo que me preguntabas por lo que escuchaste...".
- Claro -contestó Dany.-. Dany, y es mi primera vez en un avión. La primera vez que salgo de este país, aunque no lo creas-. Y le estiró la mano.
- ¡No te lo puedo creer! Y yo con miedo por una mina...
- Yo no te puedo creer a vos. Y yo con miedo nada más que por viajar en avión...
- ¿Vas a buscar a alguien?
- Sí, por supuesto. 
- ¿Una chica?
- No, a mí mismo.
- ¡Hay que festejar entonces que finalmente estás en viaje! Yo soy Santiago. ¡Un gusto, Dany!




"Qué me importa lo que piense la gente... OJO, encontrar el punto justo entre que importe lo que importa y cagarse en lo que no importa, esa es la idea. Pero es como estar en una calesita en la que solo hay que sacar las sortijas de un determinado color y la verdad es que uno es medio daltónico y, encima, los colores son parecidos entre sí.
Todo el tiempo pierdo y no saco la que corresponde... y sin embargo, después de intentarlo, empiezo a encontrarle la mano y mis ojos se agudizan y saben distinguir el color correcto. Eso mismo hace que los colores sean distintos y pueda prepararme mejor para llevarme el premio. Acá estoy ahora, sentado, en el avión. Creo que acabo de sacar la sortija correcta. Estoy bien. De hecho, soy muy feliz.".
Eso escribió Dany, "el Negro", en un papel. Cerró los ojos y respiró hondo.





viernes, 3 de febrero de 2012

Cuando soy lagarto

Me deshago poeta en mis propias manos.
Mis palabras son de aire, porque no tengo palabras.
Camino en los confines de mi propia historia,
y miro de cara a la melancolía.


Cerca de este mar, no tiene fuerza lo que duele,
un farol en la noche ilumina una luna como maqueta de mis cuentos.
Me vuelvo a deshacer en sus palabras,
y siento que no sé dónde estoy.


No me envuelve ningún tipo de conciencia,
solo existo en esa mañana solitaria.
Una mano me recuerda cuál es mi especie,
y logro articular estas pocas coherencias.


Un hilo lleno de sol y luminosidad
me ata en mi corazón.
Recordaré que anduve por mares de criaturas mitológicas
(protegida en su abrazo),


Recordaré cuáles son las cosas que me salen bien,
porque bailé con un hombre de la isla de Pascua.
Un rey comunista me dio un amuleto de la suerte,
mientras lo viejo y lo nuevo se fundían en ese tambor que suena lejos
(¿o era mi corazón?).


Porque terminé con lo malo en una hoguera gigante,
y reinicié mi vida rodeada de piratas.
Porque perdí cosas que no importaban,
pero me importaron las cosas que no perdí.


Que a veces soy sueño y no mal recuerdo,
y que el mejor lugar del mundo es en muchos lugares a la vez.


Cuando fui lagarto fui reina.
Me lo dijo el viento en la playa.
Me subí a la bicicleta.
Y llegué a la mitad de mi propio mundo.


Tan frágil que desaparezco en el aire...
cuando vuelva, seré la reina.
Cuánto hay de mí en vos.





Gracias http://www.flickr.com/people/mesuenolosdedos/