viernes, 17 de febrero de 2012





Hagamos de cuenta que no sé quién soy. O mejor dicho, hagamos de cuenta que nadie sabe quién soy yo, porque personas que nunca vi en mi vida miran cómo las estoy mirando, cómo empiezo a aislarme del mundo (¡Déjenme ir!) y cómo me pierdo en mis auriculares azules. 
Sé que mis ojos son ridículamente grandes, hoy ya me lo han dicho tres veces; y sé que mi lenguaje corporal es demasiado agresivo para los ecuatorianos. Tristemente, me acerqué a uno para preguntarle dónde podía conseguir el pasaje hacia el pueblo al cual quiero ir: se alejó de mí, ¡como si yo le fuera a pegar! Poco a poco se dejó llevar por la dulzura de mi voz de pito y el bosquejo de una sonrisa amable. 
Mi "che" no lo confundió; al final se rió como esas personas que observan a los animales marinos haciendo piruetas (solo faltó su aplauso).
De todas formas, él no sabía adónde tenía que ir yo, y lo abandoné con sus onomatopeyas y sus manos que se agitaban en un "no sé" físico.

Estoy tomando una Sprite, porque es lo más familiar que encontré en la terminal. Claro, ya subida al micro me creo una reina. 
Es entonces que saco mi anotador y trato de dejarme acompañar por la música, y sobre todo, trato de evitar que alguien me hable. Obviamente, fallo, porque mi compañero de asiento insiste en presentarse.
Le esquivo la mirada y veo la terminal que aún no dejamos (¡y ya casi sé todo sobre Roberto!): los quioscos amontonados uno al lado del otro; esa especie de quiosco que no es más que un mostrador en el que se exhiben las golosinas apiladas. Lo curioso es que cada dos pasos hay uno, y (no exagero) debe haber veinte en una sola cuadra que forma la terminal de los buses que llegarán y saldrán de las puertas 20 a la 40.
La humedad ya no se siente desde mi asiento, pero la puedo ver en la cara de las personas: los hombres no son guapos (Roberto no es la excepción), y las mujeres no son feas y están muy arregladas, con los rímeles que pelean ante ese calor sofocante. El buen humor no abunda como sí lo hace la humedad . De hecho, debe existir una estrecha relación entre ambos fenómenos.
Parece ser que se ha decretado feriado en el país (algo similar a lo que debe estar sucediendo en el mío) y la terminal colapsó de gente. Gente obsesionada por viajar, por llegar a cualquier lugar que no sea esa ciudad. Estresados llegan de todas partes para arrojarse contra las ventanillas.
Algo que me llamó mucho la atención es que el grado de estrés de esta gente no es similar al grado de estrés que maneja la mía: fui testigo de una pelea entre el vendedor de boletos y un interesado en adquirirlos. No hubo gritos, nadie levantó la voz: de hecho, la tensión del momento se vivió en una verborragia de tintes caricaturescos, seguidos por un alto por parte del vendedor y una elucubración (supuestamente) amenazante: "¿Por que tú no te callas y me oyes a mí?". El comprador se fue, o más bien, escapó con el boleto, debiendo los 50 centavos de dólar que creía que no debía pagar (producto todo de la conocida avivada: todos quieren, entonces aumenta). 
Ese hombre que se había enojado es el que está sentado al lado mío. "Hola, soy Roberto", me dijo y me extendió la mano. Lejos de ser el líder sindicalista que embistió al pobre chico boletero en favor de los derechos de los trabajadores, es un pescador que ama la yanquipelículapochoclera que nos pusieron. Se ríe de a ratos y me codea cómplice.
Yo, que no sé quién soy, o más bien, nadie sabe quién soy, le sonrío de compromiso y trato de seguir escribiendo estas líneas.


Guayaquil es sucia. A medida que me alejo del centro, veo las calle llenas de basura. No hay muchas personas en la calle, pero es clara la pobreza de este país. Ahora, no soy la típica filántropa, pero me molesta cómo son las cosas. O sea, soy humana. 
Secretamente no me llama la atención y de nuevo, aunque molesta, no siento ese dolor descomunal de los que ven situaciones extremas. Termino con la conclusión (ácida) de que no siento esa espina de manera grave porque nos han acostumbrado a todo esto. Sí, me empatizo y busco en mí la solidaridad en sentimiento. Remuevo y pienso "¿Soy una buena persona o una tonta egoísta?". Me quedo sin respuesta.

El mundo es injusto (o quizás simplemente es). Y sin embargo, la naturaleza se impone frente a la suciedad: las montañas siguen en pie y el pasto esconde algo de nuestra propia basura. Pero dejamos Guayaquil, lugar al que volveré en diez días, quizás muy cambiada, o por lo menos, muy lejos de hoy. Por ahora nos acompaña una lluvia, y yo acerco mi nariz a la ventana porque me gusta sentir cómo el agua se hace presente de alguna manera, incluso a través de los cristales. El olor traspasa las barreras y mi memoria olfativa elabora esa emoción inexplicable que dura unos momentos. 
Me alejo de lo poético y sigo en mi observación: hay pocos autos, malos conductores. Roberto me vuelve a mirar. Me desconecto de mi música y con una sonrisa cómplice presto, por primera vez, atención a la película.
Al rato, yo intercambio con mi compañero opiniones de cine. 
Roberto se despide y me da la mano. "Un gusto, señorita. No se olvide de mi playa...". 
Ya pronto llegaré a destino: repaso mis pasos y me siento afortunada. Los boletos a Montañita escaseaban, pero como yo viajo sola, ese único boleto que ningún grupo quería  fue mío. "Tuviste suerte", me dijo el hombre que me lo dio. 


1 comentario:

  1. Al final tenemos que darle Gracias a Roberto por darte un motivo a tu relato jejeje.

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