Extraño las cosas cuando vuelvo a verlas. Es entonces que descubro cuánta falta me hacían.
También extraño cosas que nunca pasaron, cosas que creí que iban a pasar. Como si padeciera una nostalgia de futuro.
Me resulta paradójico el haber relacionado este diálogo interior, este mix de sensaciones, con mis estados más tristes. Sin embargo, ahora que estoy feliz, vuelvo a ese juego dinámico, como si, en definitiva fuera parte del mismo proceso. Como si se tratara de una elección que determina el mundo.
Extrañaba el sol. El sol que finalmente entra por ese persiana chueca y rota.
Mi casa pequeña de aquel hotel sin mucha tecnología está como la dejé: ropa a medio secar colgada de donde se puede.
Respiro hondo y el día espera. Acá no vuela, ni se va a ningún lado.
Pero¿para qué hablar de mis particularidades del día? Entre surfers y licuados y encuentros con las personas de siempre no presentan nada novedoso. Solo mi propio disfrute personal.
El pragmatismo mudo me está abandonando. Comienzo a ser parte real de este verano y espero combinar lo que soy desde siempre y lo que quiero ser.
Pero, insisto: ¿para qué hablar de las particularidades de mi día si puedo contar sobre la noche en que Montaña quedó sin luz y yo fui besada por un desconocido en medio del apagón general del pueblo?
Ay, sistema electrógeno montañés, ¡qué avalancha de cuerpos!
Empecemos de cero: en Montañita es invierno.
Lo que determina este invierno de treinta grados no es otra cosa que la frecuencia de las lluvias. Lo cierto es que esta gente no padece las amplitudes térmicas que el resto de la humanidad sufre. Así de corta.
El verano tiene también treinta grados, pero nunca llueve.
De todas formas, el anochecer temprano es una característica heredada de cualquier invierno, y a las siete de la tarde ya no queda rastro de sol.
Pienso que, después de varios días sin contacto, debería dejar esta crueldad de lado y avisar a mi familia que sigo viva.
Después de varias vueltas, me decido a ir al pueblo para enviar un mail desde un locutorio. Esto lo empiezo a planear desde las cuatro de la tarde, porque, convengamos, lo ideal sería que no oscureciera en el camino.
Por supuesto, termino saliendo del hotel a las seis y cincuenta y cinco.
Mientras camino a medio vestir (salí de la peor manera posible) ya ni miro lo que cruzo. Puedo decir que conozco casi todos los detalles de memoria.
En el locutorio me atiende un chico que no tiene ni dieciocho añitos. Tampoco tiene ganas de hacer lo que hace y no me mira cuando me habla.
Con pocas palabras, me da una máquina.
Entro ante la mirada atenta de (en serio) todos hombres. Empiezo a arrepentirme de haberme dejado la biquini. También de tener la cámara de fotos, porque mi idea era bajar todas las fotos que saqué y mandarlas en aquel bendito mail.
Mientras espero que se envíen esas palabras, veo que pasa el chico de la guitarra con un grupo de amigos. Ríen, cantan, toman Fernet en una botella de plástico cortada.
Decidida a ir tras él, freno todo: la sesión, las fotos que se estaban bajando, el mensaje a punto de ser enviado.
De pronto, la computadora se apaga. Micro-segundos después, ante un grito generalizado, todo se apaga.
El pueblo a oscuras. Terror.
Escucho gritos, risas, voces que hablan fuerte, gente que busca a su propia gente. Las sillas se mueven y siento cuerpos que pasan.
Agarro mis cosas, las abrazo, las guardo y pienso qué es lo que debería hacer.
Alguien pasa cerca y, sí, creo que me manosean.
Salgo apurada de aquel lugar. Percibo que el chico desganado sigue ahí y ni se inmuta: podríamos llevarnos los monitores y ni se movería para impedirlo. Me sorprende el escalón de madera que había pasado por alto al entrar, y piso la calle sin ver nada más que una manada de cuerpos negros que pasan ante mí. Algunos corren y empujan a los otros. Alguien me da con una linterna en la cara y me enceguece aún más.
Desde lo que sospecho que es un bar sale algo de música improvisada. Música de fogón para esta oscuridad.
Cuando solo puedo ver un círculo luminoso en mis pupilas por culpa de esa linterna que me apuntó directo a los ojos, alguien respira cerca de mí, me golpea con algo en las piernas, y lo próximo que siento son dos manos en la cara y los labios algo secos en los míos. Lo empujo y me quedo sin saber qué hacer. Trato de agarrarlo para ponerlo en su lugar, pero se ríe y huye.
Bueno, no sé qué hacer. Tengo miedo de que me vuelva a pasar lo mismo. Empiezo a moverme junto a un grupo de voces femeninas. Alarmada les cuento que alguien me había besado. Una me dice que le tocaron la cola. Trato de unirme a ellas, porque la unión hace a la fuerza, pero ellas no me reconocen como una de las suyas y, ante el choque contra una columna que viene desde una calle que cruza, ellas me pierden y no se preguntan por mí. Siguen su camino.
Me pongo tan nerviosa que improviso un ataque de risa. ¿Cómo me puede estar pasando esto?
"¿Piscis?", me dice Stalin, que aparece con una vela.
En verdad soy yo la que aparece ante él, porque de alguna manera llego hasta su puesto.
Me da la mano y paso del otro lado, a salvo.
"Solo tú puedes quedar desnuda en un apagón...".
Nos sentamos sobre la mesa, en el lugar en dónde irían sus artesanías si es que no las hubiera sacado. Me da una cerveza y acepto. Nos quedamos viendo a las personas que pasan y tratan de resolver esta aventura. Intentan hacer aquello que hacían antes de que se hicieran las tinieblas. En algunos sectores aparece la luz de velas que se encienden y se ven como círculos de fuego en medio de la nada.
Stalin mira concentrado lo que puede y no se pierde un detalle. Me cuenta que esta tragedia sucede todos los años. Que mejora con el paso del tiempo.
Cuenta alguien que también estuvo ahí esa noche, que las chicas se reían si alguien se acercaba, porque las mujeres de ahora no le temen realmente a nada.
Que el chico que atiende el locutorio principal, que no tiene ni dieciocho años, dejó todo como estaba y se fue a fumar a la playa.
Que un artesano se sentó a tomar cerveza sobre su mesa de trabajo con una chica argentina.
Que la dueña de un hotel se preocupó por todos los que estaban perdidos en la oscuridad.
Que unos chicos de Adrogué se pelearon con unos de San Isidro.
Que un italiano se puso insoportable con unas chicas.
Que una mujer llamada Mariella terminó su romance de dos días con el australiano Dorf.
Que el apagón duró tres horas y fue provocado por una argentina que enchufó un secador de pelo.
Que un chico con guitarra andaba con una linterna...