miércoles, 10 de octubre de 2012




Frente al mar. ¿Qué más se puede decir? 
Creo que soy feliz. No tengo preocupaciones. 
Solo puedo estar agradecida. Agradecida de estar acá. 
Nunca en mi vida me sentí agradecida, pero no porque las cosas siempre hayan sido malas, sino, al contrario,  porque nunca tuve conciencia de que las cosas no tienen que estar bien necesariamente.Y en algún momento, no lo estuvieron.
Esa energía del movimiento de las olas que van y vienen me llega hasta la cara algo colorada y renegrida. Esa sensación de calor, que vuelve cuando salgo de la ducha, se aleja con el viento.

¡Por favor! ¿Qué hago anotando estas cosas? Listo: hoja arrancada, hoja arrojada al mar.
Lo que me gusta de este verano loco es que apenas puedo escuchar mi voz.
Mi familia, compuesta de aquel grupo improvisado que terminó el año conmigo, y mi amiga, y la amiga de  mi amiga se fueron. Finalmente, he quedado sola, lo cual tiene mucho sentido porque mi viaje era un viaje en soledad. ¿Cuánto estuve sola? Nada. Saben lo poco que sé sobre mantener firmes las ideas...

Realizo el camino de siempre por la arena. Es la primera vez que camino sola por la playa de noche y, pese a las advertencias de la dueña del hotel, que ya no sabe qué hacer conmigo, salí sola en la oscuridad. Sobrevuelan las leyendas, que no sé si podría llamar "urbanas", sobre una droga que desmaya a las chicas.
Más que marihuana, no vi otra droga en el pueblo. Y hasta hoy, puedo referirme solo al verbo "ver".
Mientras paso por los hoteles playeros me cruzo con la gente joven, los dueños de esta tierra de milagros naturales, de posibilidades infinitas. Algunos me ofrecen tragos, otros solo saludan; otros hacen lo que estaban haciendo y apenas me ven como un títere negro vestido de blanco que se desliza por la arena.
Antes de llegar al pueblo, advierto que una sombra viene siguiendo mis pasos, como perro guardián de historias provincianas que desaparecerá en cuanto yo haya llegado a destino. Pienso en las advertencias, pero lo cierto es que varias sombras nos rodean. Parece que nadie hace caso a las advertencias. Por las dudas, impongo una distancia razonable.
Este ángel que reproduce mis pisadas, metros atrás, es más alto que yo y más delgado. Tiene el torso desnudo, y dos lazos negros lo hacen acreedor de una supuesta mochila. Y todo esto logro verlo con la pupila torcida hasta el cachete, porque prefiero no girar la cabeza y amenazarlo con una mirada fija.
De refilón y por casualidad, detecto una especie de cuerno que le sale de la cabeza. Sospecho que este ángel podría ser un demonio. Me río.
Él se ríe.
Ahora me detengo y él llega hasta mi lado.
Ariki es de la isla de Pascua y vino a Montañita en busca de aventuras espirituales. Me pregunto si ha logrado algo de eso... Yo creo que debería haber pensado en otro lugar para su retiro espiritual.
El cuerno en verdad es una especie de pluma que corona su rodete perfecto del perfecto pelo negro. Envidio ese pelo que, suelto, llega hasta la cintura. Empiezo a extrañar mi larga cabellera...
No nos hablamos, pero nos hacemos compañía.
Una vez en el pueblo, Ariki va hacia la izquierda, y yo, por inclinación natural, hacia la derecha.
Camino varios pasos, durante algunos minutos, esquivo adolescentes y jóvenes agrupados, miro los puestos que venden tragos, extraño de a ratos a la gente que pasó estos días conmigo y sigo sola.

Tres Mojitos después, bailo con todos los grupos y con ninguno, me río y digo cosas trascendentes a personas intrascendentes en mi vida. Pongo en práctica las palabras que aprendí y grito cosas como "Chucha", "Chuchaqui", "Vergación": todo, claro, sin sentido alguno. 
Si alguien me viera desde cierta objetividad, me encontraría algo distinta a la masa humana que reposa de pie en las calles, que sale en manadas de los hoteles y que trata de entrar a los precarios boliches. Y que sale a los minutos. Y pide que les sellen sus manos para volver a entrar. Nadie se queda en un lugar aquí. La idea es el movimiento. 
Somos como esas olas. 

Mi atención se detiene en una ronda de gente que salta. 
Pasa algo increíble: por primera vez en la historia de Montañita, todos apagan la música. Pero la música nunca muere. Un chico que apenas tiene veinte años  reproduce, con algo parecido a un tambor, temas de música electrónica. Se convierte en nuestro Armin van Buuren.
Ese ritual pagano nos convierte en esclavos y, finalmente, todos bailamos lo mismo. Así de fácil era.
Como producto de ese baile masificado -o por mera casualidad- el cielo explota y la lluvia regresa. Podríamos ser los últimos sobrevivientes del planeta, pero nuestros gritos son tan fuertes, nuestras risas tan potentes que creemos que nuestra energía llegará a cualquier lado del planeta. Nos sentimos parte de algo que no podemos explicar, y no hay nadie que sea feo en este lugar. Esto es este pueblo, y esto digo cuando digo que todo puede pasar.
Todos somos extraños y fríos en nuestras ciudades, pero acá no somos más que lo que somos: seres humanos imperfectos que buscan la felicidad. Yo soy el ser más afortunado que existe en el mundo: dejé la idea de felicidad en el ropero de mi casa y no sé que quiero.
Entre las caras distingo una que conozco y, en mi estado de ebriedad, emprendo un acercamiento impulsivo. Me detengo pasos después porque se trata del hombre que durmió conmigo en año nuevo.
Como ninja, desaparezco en medio de mi propia nube de humo y le bailo a nuestro Armin ecuatoriano.
Cuando salgo un poco del centro de escena, ahí tengo otro encuentro, pero esta vez se trata de alguien a quién me acercaría.

No trae la guitarra. No tiene remera y sus pantalones sueltos y coloridos casi reflejan todo lo que es. No logro disimular que mis ojos lo recorren. 
Su cara refleja una suerte de curiosidad por saber qué pienso cuando pienso y lo miro de esa forma. Me sonríe, y los dientes grandes y blancos resaltan en su cara bronceada. Creo que no puede ser más perfecto.
Como por impulso toco mi pelo, pero mi pelo ya no está ahí.
Me saluda. Abro la boca para decir algo genial. Es la primera vez en todo el viaje que deseo hablar de esa manera con alguien. Solo digo: "Hola". 
Sigo caminando y me arrepiento. Me detengo metros después. 
Me doy vuelta y él también. Vuelve hacia mí. Mi corazón empieza a latir en el pecho. Trato de que mis ojos se vean bonitos. 
Él llega hasta a mi lado.y sigue de largo -sí, sigue de largo-. Un grupo de chicas, que estaba delante de mí, lo saluda. Se conocen, se abrazan a él. 
¿Y yo? En el preciso instante en el que advierto que yo no era su objetivo, miro hacia un costado, veo al tano y lo saludo. Salgo triunfante de la situación.
El tano cree que ha ganado algo. Pero dejo pasar unos minutos y desaparezco como ninja. Otra vez.

¿Y ahora? Media hora después, me encuentro con Ariki.
Bajo a la playa a su lado y caminamos hacia el hotel. Trato de ver algo más allá del mar, pero es como si no hubiera un más allá. Ahora ya casi no hay nada de viento, y Ariki promete que mañana el sol volverá a aparecer.
Nunca supe bien dónde paraba mi nuevo amigo, pero, siempre que me acompañaba, seguía de largo. Me pregunto qué lugar habría más allá, porque solo estaba el morro que marcaba el límite. 

Bajo esta iluminación leve veo sus huellas en la arena, que siempre se alejan. Las mías terminan en esta escalera. Mañana será otro día.



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