viernes, 5 de octubre de 2012

Delicate

Se había distanciado de ella misma... ¿o acaso se había ensimismado demasiado? Hacía días que no vivía la vida que era suya, como si alguien la hubiese vivido, padecido por ella.
Pálida y frágil, simple y compleja se había alojado en una cavidad de su propio espíritu, hueco inaccesible, y ahí estaba, perdida en alguna fantasía infantil que nunca se realizó, buscando un faro que la guiara. Con los ojos empañados, la visión de afuera entorpecía los movimientos internos.
De todas formas, Ana tuvo la fuerza para levantarse y acomodar el vaso caído. Si seguía dando vueltas sobre el asunto, todo, vivir o morir, sería impensable. Lo mejor era terminar ahora.



Me encanta verla sonreír. Me recuerda a la vida sin pensamientos enroscados, me suena a nuestras vidas adolescentes de tardes avellanedenses de Chocolinas, café y soda; programas que ni mirábamos ni escuchábamos.. 
Muchos años después, veo a Cata sonreír como sonrió tantas veces en el pasado. 
Creo que él le gusta mucho. No lo vio tantas veces, ni ella piensa tanto en él, pero al día siguiente a sus encuentros, está llena de paz y energía. 
La acompaño y no le saco mucho el tema, porque sé de la presión que podemos ejercer los demás y, encima, las historias no son lo que eran. Hacemos trivialidades, las pavadas de siempre, porque ella se quiere medir. Aún no llega a ese punto en el que las cosas no se hacen fáciles, a ese punto al que es mejor llegar de a dos porque sino, uno la pasa mal. 
Encontramos que la manera de preservarnos, de cuidar esta energía, consiste en agarrarnos entre nosotros, los que estamos, tomarnos las manos y esperar el momento indicado para el "salto de fe". 
Ese término ronda mi cabeza desde mis días facultativos. Yo estudié filosofía. Podría haber estudiado paleontología, o cualquier carrera sin salida laboral, ya que mis talentos no suelen ser eficaces en el mundo. Puedo recordar el nombre más largo que le pusieron a un dinosaurio, y puedo grabar al instante en mi mente los momentos musicales de películas, pero, sin embargo, no sé cómo moverme en el mundo  concreto: no entiendo de economía y, cuando me explican, necesito que me repitan los términos cuatro veces. 
También sospecho que tras la sonrisa de Cata hay esperanza y miedo. Preveo intensidad y que esta batalla contra el tiempo y el mundo en relación a la posibilidad del amor será difícil, pero la llevo de la mano. No voy a soltarla hasta que me avise que debo hacerlo, hasta que me diga: "Lola, estoy decidida". 

Mis particularidades me están simpatizando más que nunca y son tan simples que no merecen explicaciones: despertar el sábado a la mañana y comerme una naranja. Salir de la cama sin la angustia del año pasado; hasta creo que ya no le temo a lo que temía. Después, el café enorme llena mi casa con su aroma; afuera ya hace frío. La temperatura no deja de bajar y me visto enseguida. Nada echa hacia atrás ese deseo de salir a andar en bicicleta. Nada quita las ganas de llevar mi cámara de fotos conmigo y, más aún, creo que mis fotos son cada vez mejores. 
Me pongo los guantes a veces; otras veces los olvido y llego con las manos coloradas por el viento cruel, pero nunca vuelvo atrás. 
Recién cuando llego a la bicisenda, me pongo los auriculares enormes y escucho música. Empiezo a convertirme en una figurita repetida de Palermo.
Así es como yo recupero mis rutinas saludables. 
Si logro hacerme del tiempo suficiente, antes de salir, dejo preparado el almuerzo: las verduras limpias, prolijas en el plato, como una paleta llena de colores, y el pescado, guardado en la heladera. 
Pero no me exijo tanto, y si no logro hacer todo rápido como para no perder la mañana, me conformo con unos fideos con queso.
Parece mentira que alguna vez haya temido a la velocidad de mi andar, y no entiendo porqué me preocupaba que todos vieran mis logros y mis posibles accidentes. Quizás, ya no tengo vergüenza de ser yo, con mis grandezas y mis miserias.
Con suerte pienso poco, pero seamos realistas: soy yo.
Pienso en todo lo que quisiera escribir, pienso en la gente que quiero y extraño, y a veces vuelvo con el irrefrenable deseo de comunicarme con amigos que tengo olvidados, vuelvo con ideas creativas, con nombres de pelis que no vi y quisiera ver. Sueño con cantantes, con escritores, con los viajes. Recuerdo los mejores momentos de mi vida. 
A veces, pienso un poco en el belga, porque fue reciente, pero lo cierto es que ningún hombre me tiene. Me pregunto si quiero que alguien me tenga. Me río, canto, cierro los ojos, miro el lago. Me conozco, no voy a responder eso.
Por un momento, todas las cosas que quiero hacer se vuelven fáciles: como si hubiera relación entre montar una bicicleta y buscar un trabajo en el que pudiera crecer, o entre tirarse de cabeza a la pileta y confiar en que cuando uno tira esos mensajes de amor al universo, en algún momento, en algún punto, en algún lugar, alguien responde. 
Solo puedo decir que en este momento de la vida, finalmente, respiro. A veces huelo que podría hurgar en la tristeza, pero vuelvo a mi centro, como si ya hubiera aprendido mi camino a casa; como si yo ya fuera mi propia casa.
A veces me enojo porque las ruedas pisan caca; a veces me raspo, a veces tengo que frenar cuando no quisiera.

Esa mañana en particular, iba riendo de mí misma. Podría haber soñado con este momento, pero esas cosas no suceden hasta que lo hacen.
Me crucé de frente con alguien y creí reconocerlo. Me di vuelta, confiando en la agudización de mis sentidos que me permiten saber de antemano que no hay nada frente a mí.
Él giró la cabeza y me miró. Nos seguimos con la vista mientras nos alejábamos, hasta que, decididamente, clavé los frenos. Él lo hizo también. Paramos de manera abrupta porque ambos íbamos rapidísimo. Yo me desestabilicé pero logré apoyar los pies en la tierra y no caer. 
Hicimos marcha atrás sin abandonar las bicis, pero sin subirnos a ellas. Cuando estuvimos a centímetros, nos abrazamos.
La última vez que me vio, había sido en las islas Galápagos.
Ahora me encontraba sobre el cemento, me encontraba urbana. Me miró de arriba abajo y se sonrió, le causó ternura mi desprolijidad. 
El día que lo abandoné en una de las islas, creí que nos íbamos a ver acá; creí que quizás nos gustábamos y que habría idas al cine, cenas, bares y, finalmente, un beso, ese que nunca me dio en las noches playeras del lugar mejor guardado del mundo. Sin embargo, su respuesta llegó con frialdad y nunca hubo tiempo para mí. 
Yo dejé de pensarlo, pero ayer, mientras cenaba con Cata en casa, le hablé de él. Una cerveza después, le escribí un mensaje en Facebook, mensaje que él nunca había leído. 
No le conté esta última parte, pero algo en este año me está resultando tan sospechoso... ¿acaso hay línea directa con el universo?

Nos despedimos varias veces hasta que, con todo lo aprendido, me hice la mujer de tiempo preciado y ocupado.
Quedó una promesa de encuentro.

Lo creí. Esa promesa me deparó una semana aún mejor que las que vengo pasando. Quizás los mensajes de amor al universo llegan. 
De todas formas, la trama es tan complicada que se vuelve frágil. 

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