viernes, 30 de noviembre de 2012

Híbridos

El vino terminó antes que la música.
Algo sonaba en el aire de esas historias.
Un hilo invisible que adornaba las charlas...
sobre tierras que no conozco...
sobre personas que nunca conocí y que amaste.

Sentí en mi boca los besos olvidados,
en mares de costas húmedas al otro lado del mundo.
Puedo pisar esa arena en nuestros chistes
y oler el viento salado de cuando no estuve ahí.
Haceme en el silencio y deshaceme en las canciones.

Creí que eras lo que sos y nos busqué toda la vida.
La muerte no merece respuesta ni atención (solo lugar).
Y no te olvides del amor, que no es como lo aprendimos,
sino lo que nos amamos en cada paso errático.
y como nos coloreamos en lo descolorido.

Te extraño porque sos mío.
Y sí, aún tengo mis secretos...

Un día no seré más que la sombra y recuerdo de lo que fui cada noche.
No creas mis reproches.
Las tormentas a veces traen suerte
y algo de consuelo deseado.

Mis detalles y errores merecen amor gastado.
Las alineaciones no determinarán mi presente.
Tengo un Géminis, por suerte.
Y pienso usarlo.

Nunca creas que no entendí.
Yo te creo.
Me repliego.
Y elijo. 






                                                                                          

miércoles, 21 de noviembre de 2012

                                                                         

Las cosas fascinantes me resultan fascinantes menos tiempo. Recuerdo - ¡y qué recuerdo tan sentido!- ser chica y fascinarme con los juegos del parque: el asombro que me provocaba aquel mundo sin descubrir. La mirada hacia arriba, esperando el asentimiento de mi madre.
Recuerdo correr hasta estar trepada; correr, disfrutando cada paso que me acercaba al tobogán, al barco pirata, a la casita en forma de iglú, a las hamacas. La sensación de libertad no era lo mejor. Lo mejor era la sensación de lo nuevo, de descubrir lo nuevo. Y una vez que terminaba ese descubrimiento por lo otro, hazaña que llevaba buen tiempo, comenzaba un nuevo descubrimiento: el de mi misma. Me descubría en los juegos. Esto también me llevó años maravilloso.
Lo cierto es que ahora, lo nuevo, lo fascinante y el asombro duran menos.
Pero cuando creemos que nos sabemos todos, ahí aparece algo que nos saca de órbita.
Podría tratarse de una persona. O podría tratarse de un despertar violento producido por una alarma de tsunami...

Despierto agitada porque suena una sirena. El ruido es muy claro: se define por un silencio desolador de fondo. Tirada en la cama, me limpio la baba de la cara. ¿Por qué no escucho cómo las olas van y vienen? Recuerdo una película: claro, el agua se está yendo hacia atrás y va a formarse una ola gigante.
Tengo que mantener la calma y actuar con rapidez.
Me levanto. La cabeza me pesa. Short, la remera que uso para dormir y ojotas. Como no encuentro dos iguales, me pongo una de cada color, porque en medio de la evacuación y los destrozos a nadie le va a importar. Por las dudas, agarro las zapatillas: mi idea es correr hacia las montañas y puede que tenga que pisar cosas peligrosas, o quizás, deba trepar. Sí, a los árboles...
Me cuelgo. Creo que pasan como diez minutos... No entiendo cómo se fue el tiempo. ¿Debería salir? 
La alarma otra vez y esta vez es en serio.

Abro la puerta, con algo de miedo o de curiosidad: o sea, no sé con qué me voy a encontrar.
Hay sol. Todos duermen. Debería despertar a todos. 
Corro escaleras abajo y me mareo un poco.
Alguien me agarra: el chico de guitarra. Me confunde, le señalo el mar. Todo está como siempre.
"No tendríamos que haber comido los brownies que trajo ese australiano, ¿no?", me dice.
Como si de pronto un poco de luz cambiara absolutamente un escenario. La alarma suena, parte de una canción de música electrónica del hotel de al lado. Recuerdo, entre otras cosas, que soy una persona con mucha imaginación y mucha susceptibilidad a los efectos de las drogas.
Él mira mis pies. Después las zapatillas que llevo en las manos. 
"¿Qué tipo de viaje te pegaste vos? ¿Qué creés que está pasando?".
De pronto, la noche vino casi completa a mi memoria: el australiano, él y yo en la playa. Los tres nos cruzamos de casualidad, nos pusimos a hablar en inglés. Como estaba borracha, creía que hablaba bien. Eso lo recuerdo. Después, el australiano sacó unos brownies de la mochila.... Me acuerdo intentar llegar a mi habitación.
"¿Te acordás que intentabas llegar a tu habitación? Porque hoy nos teníamos que encontrar para ir a Olom...".
Claro, decíamos que nos conocíamos el pueblo de memoria y que era hora de tomarnos un micro.
"Vamos. Mis amigos están allá. Te espero mientras te ponés presentable".
Mueve la guitarra y se sienta bajo la sombra de un árbol.
Tardo más en lavarme los dientes que en cambiarme. Solo puedo pensar en no estar apestosa. Cuando salgo, vuelvo a mirar el mar. Por las dudas.

El colectivo viejo con pocos pasajeros y un mal conductor se mueve demasiado. El chico de la guitarra se duerme. En algún momento, se apoya en mi hombro, mientras yo, poseída por un apetito voraz, muerdo la última galletita nada rica. Supongo que Dorf, el australiano, nos drogó. Es oficial.
Me río, pero miro el mar. Por las dudas.



Estoy pasando una de las mejores tardes de mi vida. La playa es casi nuestra, a no ser por unos chico que, varios metros más cerca del pueblo, improvisan una cancha de fútbol.
Comemos cebiche y me cuenta -sin ningún pudor- que no es cierto que el cebiche es afrosidíaco. Que un amigo lo comió una noche y que no le fue bien. Le hago notar que es probable que el amigo haya tomado y que por eso no se le paró. Se ríe por mi atrevimiento.
"Calles... voy a cruzar...", canta mientras toca su guitarra.
"En silencio, nena, escucha... hay un lugar". Se ríe de nuevo: no esperaba que yo conociera esa canción.
De pronto, le cuento cosas de las que no hablaba hace mucho. Me pregunta porqué no tengo novio y no sé si lo dice como un piropo y como una posible preocupación. Su cara no me deja saber si cree que está con un diamante en bruto o con una psicópata. 
Vive en el sur y se refiere a mí como "porteña", y lo hace con un dejo de simpático desprecio.
"Porteña, te regalo eso..." Miro el mar, ya sin desconfianza. Está atardeciendo. Es lo más lindo que me han dicho en mucho tiempo. Se acerca a mí.


A veces no entiendo qué problema tienen los astros conmigo. En serio.

José es un chico ecuatoriano de doce años. Algunos le dicen "Maradona". Pero los que prefieren a Pelé lo llaman "Pelé". Tiene puntinazos infernales y muchas veces, las canchas de aquel pueblo más perdido que Montaña le quedan chicas.
Todos se agachan ante el balón que se dirige como misil al arco. El arquero se tira hacia el lado contrario al cual va la pelota.
El bólido solo se detiene cuando me golpea la cabeza.
Puedo ver la cara de mi chico en una mueca de horror ante mi mirada espanto en la medida en que la cabeza gira hacia la derecha catapultada por aquella pelota.
Me quedo mirándolo un buen rato, con los cachetes llenos de arenas. José grita "I´m sorry, gringa".
Le devolvemoss la pelota. Quiero llorar pero me río.
Llegan los chicos. Sus amigos, para sacarnos del incómodo momento... 
Pero el momento verdaderamente incómodo está por llegar. En serio, ¿qué problema tienen los astros conmigo?





Foto: Nano Carulla         





miércoles, 14 de noviembre de 2012

Chasing cars

http://www.youtube.com/watch?v=GemKqzILV4w

No sentirse parte de ningún lado. Como si fuésemos una especie de poesía que nació en la calle de cualquier pueblo, en cualquier tiempo y en cualquier dirección.
Ser fiel al origen fue el paradigma: ama como lo concebiste desde el primer momento en que dijiste "Soy"; odia, revuelve, entiende, perdona; ríe, llora, no lo entiendas, no des otra oportunidad, abraza los caminos de la vida y abraza este ida y vuelta que algún día terminará por abandonarte. Muere como si hubieras entendido la vida. Como si hubieras viajado a lo más profundo de tu ser, como si te hubieras descubierto cada día.
Nos hicieron creer que somos parte de un soplo divino, engendrados en el aire del ser superior. Pero no era tan así... somos un pedo de Dios.


- Lolita, tenés que aceptar que "Prometeus" no estuvo buena -dijo Santi, poco antes de cortar la comunicación. Esto hizo que, lo que parecía ser el fin de un llamado, fuese el comienzo de un nuevo debate.
- ¿Lo decís porque le recomendé a Dany que la vea?
- No solo por eso... también vi tu cara en el cine. Cada vez que te gusta mucho una peli sacás la lengua y te la mordés. Te das vuelta, me agarrás fuerte el brazo y me decís: "Seguro que hace tal cosa...".
- Sí, pero está buena la peli. O sea, me gusta lo intrincado y paradójico de que, de alguna manera, Alien nos haya salvado... Los Ingenieros venían a matarnos, pero eso que iban a usar para matarnos se fue contra ellos. Me encantan esas paradojas... Admití que eso está bueno...
- See... puede ser.
Claro que no lo convencí. Fue el cansancio lo que lo convenció esa noche de viernes.

A Santi no le gustó la película. Yo, por mi lado, sigo sumando nuevos rituales: el cine del domingo, la juntada de  flores de los viernes y ahora, hasta retoco fotos. Claramente, los rituales son improductivos y el mejor de mis proyectos consiste en subir a Facebook los mejores momentos de algunas películas. Digamos que el año empezó de una forma y sigue fiel a su curso. Y sin embargo, solo importa que estoy bien.
Ni siquiera determinó mi día el hecho de que Pablo (mi amigo de Galápagos)  no me haya contestado.
Después de nuestro cruce en bicicleta dos semanas atrás, después de proyectar un encuentro para la noche de viernes, yo no había tenido respuesta a mis dos mensajes.
Pese a esto, algo no permitía que yo sintiera inseguridad; ni siquiera había dado vueltas en la cama. Estaba segura de que yo le gustaba, y no importaba este silencio, porque mi mensaje había sido el correcto y si esto iba a marchar, lo haría en contra de cualquier eventualidad.
Como ya era sábado a la mañana, agarré la bici y volé.


Capitalizo el pasado. Se supone que eso hago cuando hago lo que hago.
Nadie nos quiso en soledad, pero ese es el problema: nadie nos quiso, tampoco, acompañados. Aprendemos a estar solos y tratamos de aferrarnos a cierta armonía entre la soledad y la expansión. A veces, fallamos. Ahí entra en juego otra capacidad de grandeza: la humildad. Bajo mi cuello ante lo que no sé, que es todo (ni siquiera me sé a mí misma). Y caigo de rodillas. Caigo. Si no lo hiciera, todo lo inmortal vendría a arrancarme la cabeza.
He muerto varias veces en mis impulsos románticos, suspiros inefables e inestables de corrientes simbólicas. He aquí que descubro, con varias vidas encima, que debo amar el ínfimo granito irregular de arena que soy, bajo este cielo inmenso.

Cata lloró ayer. Ante la mirada sorprendida de Sol y la mía, algo desentendida. Entendí que si dejaba arrastrarme no podía serle de mucha ayuda.
Finalmente, sucedió. Ella bajó la guardia, confesó los sentimientos al hombre que la llenaba de alegría.
Y comenzó el alejamiento. Se acabaron los mensajes y las canciones y el día a día.
Cata confesó que estaba con pensamiento circular: se perguntaba qué es lo que había hecho mal la última vez que se vieron, repasaba los detalles en cada movimiento, en cada mirada, en cada palabra. Si ella olía mal, acaso (varias veces me hizo sentir el olor de su pelo porque quizás tenía feo olor y nunca se había dado cuenta). Sí, a este punto llegamos...
Ella no podía entender que él no le pusiese atención, esa atención a la que la había acostumbrado.
Traté de encontrarle la lógica, pero ya lo dijo Sol: "Pasar de un contacto de día a día a nada explica lo que no queremos entender". Le dábamos vueltas al tema, sobre todo porque Cata no sentía esto siempre. Que él hubiese roto esa pared era algo que no pasaba todos los días. La pregunta era si él se iba a enterar.
Yo me sentía enojada hacia el hombre de mi amiga: ¿acaso no tenemos bastante con la exigencia a nosotros mismos como para que alguien más venga a ponerse exigente con nosotros?
Todo esto pensaba mientras pedaleaba. 
Alternaba con pensamientos sobre Pablo. Prestaba atención a cada ciclista, con la ilusión de ver aquella bicicleta perfecta y cuidada.
El clima nos había perdonado un poco y el sol era tan suave como el viento casi tibio que no molestaba en absoluto. Daban ganas de respirar profundo y de reír. Me gusto cuando no temo, cuando no me obsesiono, cuando me dejo ser y me libero de ataduras.
De pronto vi a alguien que parecía ser él, aunque no puedo decir que lo haya sido.
Me pasó de largo y no iba solo.
Lo seguí con la mirada, mientras se alejaba, y mientras yo pedaleaba sin parar. Su traje, negro, su casco, negro y de pronto, todo negro.
Exagero. No fue todo negro: negro era el tronco del árbol cuya existencia no calculé. Tuve un mínimo segundo para girar e hice lo que pude.
La bicicleta se dobló hacia mi izquierda y hacia abajo. Yo volé un poco, sin contar que, antes de terminar en el piso rodeada de gente, el hombro derecho y la cabeza rebotaron en aquel tronco.
Me dejé caer sin rigidez, quizás hasta entregada a la fuerza de gravedad, y mientras lo hacía, recapitulé todo lo que estaba pensando cuando no pensé en mirar hacia adelante.
Cuando abrí los ojos, tres o cuatros personas estaban rodeándome. Abrí los ojos con algo de timidez. Creo que estuve desmayada unos minutos.
"Qué porrazo", dijo el más viejo de esos hombres. Me dio la mano y me levantó, mientras el más joven levantaba mi bicicleta roja y la miraba con dolor y resignación.
Rápidamente, mantuvo la rueda entre las piernas y la enderezó: la dejó como nueva. Me la dio con una sonrisa, sonrisa que se evaporó cuando me vio bien.
"Te conozco", me dijo. También le vi cara conocida, pero ningún nombre... Solo quería ir a casa. Les agradecí, los convencí de que estaba bien y me monté de nuevo en la bici.
"Cuidado con los árboles, suelen tirarse encima de la gente", dijo el muchacho.
Me reí. De hecho, empecé a reír como loca: de solo imaginar cómo una persona larga, delgada y torpe rebotaba contra un árbol en una bicicleta me provocó una carcajada que no dejaba de sonar.
Llegué ansiosa a casa (quizás intuí que me estaban buscando). Tomé una Villavicencio de naranja y sonó el celular.
Casi no llego.

- Ana se suicidó... -era la voz de Sol. Era mucha información. 
Enseguida supe qué Ana era. Digo, no éramos cercanas desde hacía mucho, pero claro, era Ana, aquella chica. Pero no estaba muerta. No.
- No, ¡se quiso suicidar! ¿No?
Después de entender la charla y pasarla a otro plano, comprendí que nunca entendemos la muerte, pero no solo como algo existencial: no la entendemos concretamente en un primer momento. La información parece no ser correcta, hasta que todos lo entienden, hasta que son varias las personas que nos juran que aquello ha sucedido. Todo esto sucedió sin que yo estuviese preparada para recibirlo, como si la vida funcionara sin reparar en la muerte, y como si la muerte funcionara sin respetar la vida. 
Le dije que tenía que cortar. Que la llamaba.
Me senté en el piso.
Fue tan simple este nuevo golpe seco que me dejó sin palabras: sin palabras siquiera en la mente.
Días después de aquello puedo pensar algo sobre este tema. 
¿Qué sintió Ana?
Solo había silencio como respuesta. El silencioso recuerdo de su sonrisa, porque ella siempre reía: ¿acaso nunca había sido feliz y nos engañaba a todos? Y el recuerdo de sus ojos azules: vacío; un vacío que nunca encontró puentes y se aisló. 
Podría decir que la entiendo (y no solo eso, yo la conocí desde los cinco años), y entonces: ¿qué nos diferenciaba de ella? ¿Por qué yo estaba acá y ella no?
- Las armas que tenemos para enfrentar el tiempo- me dijo Juampi, después del funeral.
Es en el tiempo también que podré entender algo más, que podré dejar de sentir esta punzada cuando recuerdo que crecimos bajo las mismas enseñanzas y las mismas aventuras. El tiempo lo destruye todo, ya lo han dicho...









miércoles, 7 de noviembre de 2012

"Poder hacer". Lo vi lejos de mi voluntad.
Vi lejos de mí esos pasados almacenados que pueden transportarme al mejor de mis cielos.
Me vi oscura y confundida. Me percibí con pensamiento circular en un eterno retorno de lo amargo.
Finalmente, el vacío fluyó por mis venas como veneno que mata lento.
¿El vacío? Sí, me entienden. Esa idea de aniquilación. Dinamismo habitual de malos días que se suman y que restan. Esa idea que se apodera de la existencia y le quita sabor a lo cotidiano.

¿El camino? Sí, hay una salida. Lo prometo. Lo predigo. Lo creo.
Es entonces que agoto la idea de vacío. En un día, en una noche. El vacío comienza a repugnarme. Lo entiendo esa mañana que me levanto sin pena, y el olor del jardín aparece como si antes no hubiera estado ahí.

Corramos por la arena hasta tocar el agua helada, como si en verdad no hubiera que llegar a ningún lado. Como si el momento fuera uno en importancia, en una sonrisa, en un secreto, en revelar esa aventura que te lleve hasta aquel lugar conmigo; como si siempre hubiesen estado ahí las personas que más amo; cuando tus ojos se conmovieron ante mi labios, cuando me leíste una y otra vez y compartiste mis dolores, mis penas, alegrías, chistes de mañana, encantos, parodias, vida. Sentimientos olvidados que renacen en besos coloridos.
Lo creo. Lo creo. Lo creo.

Y si no nos es fácil hacer vida, no nos apresuremos en dar muerte.
Por suerte, creímos en el amor.
Hasta el final de los finales.
Creo. Creo. Creo. Te creo.
Un día, me vas a creer también.