http://www.youtube.com/watch?v=GemKqzILV4w
No sentirse parte de ningún lado. Como si fuésemos una especie de poesía que nació en la calle de cualquier pueblo, en cualquier tiempo y en cualquier dirección.
Ser fiel al origen fue el paradigma: ama como lo concebiste desde el primer momento en que dijiste "Soy"; odia, revuelve, entiende, perdona; ríe, llora, no lo entiendas, no des otra oportunidad, abraza los caminos de la vida y abraza este ida y vuelta que algún día terminará por abandonarte. Muere como si hubieras entendido la vida. Como si hubieras viajado a lo más profundo de tu ser, como si te hubieras descubierto cada día.
Nos hicieron creer que somos parte de un soplo divino, engendrados en el aire del ser superior. Pero no era tan así... somos un pedo de Dios.
- Lolita, tenés que aceptar que "Prometeus" no estuvo buena -dijo Santi, poco antes de cortar la comunicación. Esto hizo que, lo que parecía ser el fin de un llamado, fuese el comienzo de un nuevo debate.
- ¿Lo decís porque le recomendé a Dany que la vea?
- No solo por eso... también vi tu cara en el cine. Cada vez que te gusta mucho una peli sacás la lengua y te la mordés. Te das vuelta, me agarrás fuerte el brazo y me decís: "Seguro que hace tal cosa...".
- Sí, pero está buena la peli. O sea, me gusta lo intrincado y paradójico de que, de alguna manera, Alien nos haya salvado... Los Ingenieros venían a matarnos, pero eso que iban a usar para matarnos se fue contra ellos. Me encantan esas paradojas... Admití que eso está bueno...
- See... puede ser.
Claro que no lo convencí. Fue el cansancio lo que lo convenció esa noche de viernes.
A Santi no le gustó la película. Yo, por mi lado, sigo sumando nuevos rituales: el cine del domingo, la juntada de flores de los viernes y ahora, hasta retoco fotos. Claramente, los rituales son improductivos y el mejor de mis proyectos consiste en subir a Facebook los mejores momentos de algunas películas. Digamos que el año empezó de una forma y sigue fiel a su curso. Y sin embargo, solo importa que estoy bien.
Ni siquiera determinó mi día el hecho de que Pablo (mi amigo de Galápagos) no me haya contestado.
Después de nuestro cruce en bicicleta dos semanas atrás, después de proyectar un encuentro para la noche de viernes, yo no había tenido respuesta a mis dos mensajes.
Pese a esto, algo no permitía que yo sintiera inseguridad; ni siquiera había dado vueltas en la cama. Estaba segura de que yo le gustaba, y no importaba este silencio, porque mi mensaje había sido el correcto y si esto iba a marchar, lo haría en contra de cualquier eventualidad.
Como ya era sábado a la mañana, agarré la bici y volé.
Capitalizo el pasado. Se supone que eso hago cuando hago lo que hago.
Nadie nos quiso en soledad, pero ese es el problema: nadie nos quiso, tampoco, acompañados. Aprendemos a estar solos y tratamos de aferrarnos a cierta armonía entre la soledad y la expansión. A veces, fallamos. Ahí entra en juego otra capacidad de grandeza: la humildad. Bajo mi cuello ante lo que no sé, que es todo (ni siquiera me sé a mí misma). Y caigo de rodillas. Caigo. Si no lo hiciera, todo lo inmortal vendría a arrancarme la cabeza.
He muerto varias veces en mis impulsos románticos, suspiros inefables e inestables de corrientes simbólicas. He aquí que descubro, con varias vidas encima, que debo amar el ínfimo granito irregular de arena que soy, bajo este cielo inmenso.
Cata lloró ayer. Ante la mirada sorprendida de Sol y la mía, algo desentendida. Entendí que si dejaba arrastrarme no podía serle de mucha ayuda.
Finalmente, sucedió. Ella bajó la guardia, confesó los sentimientos al hombre que la llenaba de alegría.
Y comenzó el alejamiento. Se acabaron los mensajes y las canciones y el día a día.
Cata confesó que estaba con pensamiento circular: se perguntaba qué es lo que había hecho mal la última vez que se vieron, repasaba los detalles en cada movimiento, en cada mirada, en cada palabra. Si ella olía mal, acaso (varias veces me hizo sentir el olor de su pelo porque quizás tenía feo olor y nunca se había dado cuenta). Sí, a este punto llegamos...
Ella no podía entender que él no le pusiese atención, esa atención a la que la había acostumbrado.
Traté de encontrarle la lógica, pero ya lo dijo Sol: "Pasar de un contacto de día a día a nada explica lo que no queremos entender". Le dábamos vueltas al tema, sobre todo porque Cata no sentía esto siempre. Que él hubiese roto esa pared era algo que no pasaba todos los días. La pregunta era si él se iba a enterar.
Yo me sentía enojada hacia el hombre de mi amiga: ¿acaso no tenemos bastante con la exigencia a nosotros mismos como para que alguien más venga a ponerse exigente con nosotros?
Todo esto pensaba mientras pedaleaba.
Alternaba con pensamientos sobre Pablo. Prestaba atención a cada ciclista, con la ilusión de ver aquella bicicleta perfecta y cuidada.
El clima nos había perdonado un poco y el sol era tan suave como el viento casi tibio que no molestaba en absoluto. Daban ganas de respirar profundo y de reír. Me gusto cuando no temo, cuando no me obsesiono, cuando me dejo ser y me libero de ataduras.
De pronto vi a alguien que parecía ser él, aunque no puedo decir que lo haya sido.
Me pasó de largo y no iba solo.
Lo seguí con la mirada, mientras se alejaba, y mientras yo pedaleaba sin parar. Su traje, negro, su casco, negro y de pronto, todo negro.
Exagero. No fue todo negro: negro era el tronco del árbol cuya existencia no calculé. Tuve un mínimo segundo para girar e hice lo que pude.
La bicicleta se dobló hacia mi izquierda y hacia abajo. Yo volé un poco, sin contar que, antes de terminar en el piso rodeada de gente, el hombro derecho y la cabeza rebotaron en aquel tronco.
Me dejé caer sin rigidez, quizás hasta entregada a la fuerza de gravedad, y mientras lo hacía, recapitulé todo lo que estaba pensando cuando no pensé en mirar hacia adelante.
Cuando abrí los ojos, tres o cuatros personas estaban rodeándome. Abrí los ojos con algo de timidez. Creo que estuve desmayada unos minutos.
"Qué porrazo", dijo el más viejo de esos hombres. Me dio la mano y me levantó, mientras el más joven levantaba mi bicicleta roja y la miraba con dolor y resignación.
Rápidamente, mantuvo la rueda entre las piernas y la enderezó: la dejó como nueva. Me la dio con una sonrisa, sonrisa que se evaporó cuando me vio bien.
"Te conozco", me dijo. También le vi cara conocida, pero ningún nombre... Solo quería ir a casa. Les agradecí, los convencí de que estaba bien y me monté de nuevo en la bici.
"Cuidado con los árboles, suelen tirarse encima de la gente", dijo el muchacho.
Me reí. De hecho, empecé a reír como loca: de solo imaginar cómo una persona larga, delgada y torpe rebotaba contra un árbol en una bicicleta me provocó una carcajada que no dejaba de sonar.
Llegué ansiosa a casa (quizás intuí que me estaban buscando). Tomé una Villavicencio de naranja y sonó el celular.
Casi no llego.
- Ana se suicidó... -era la voz de Sol. Era mucha información.
Enseguida supe qué Ana era. Digo, no éramos cercanas desde hacía mucho, pero claro, era Ana, aquella chica. Pero no estaba muerta. No.
- No, ¡se quiso suicidar! ¿No?
Después de entender la charla y pasarla a otro plano, comprendí que nunca entendemos la muerte, pero no solo como algo existencial: no la entendemos concretamente en un primer momento. La información parece no ser correcta, hasta que todos lo entienden, hasta que son varias las personas que nos juran que aquello ha sucedido. Todo esto sucedió sin que yo estuviese preparada para recibirlo, como si la vida funcionara sin reparar en la muerte, y como si la muerte funcionara sin respetar la vida.
Le dije que tenía que cortar. Que la llamaba.
Me senté en el piso.
Fue tan simple este nuevo golpe seco que me dejó sin palabras: sin palabras siquiera en la mente.
Días después de aquello puedo pensar algo sobre este tema.
¿Qué sintió Ana?
Solo había silencio como respuesta. El silencioso recuerdo de su sonrisa, porque ella siempre reía: ¿acaso nunca había sido feliz y nos engañaba a todos? Y el recuerdo de sus ojos azules: vacío; un vacío que nunca encontró puentes y se aisló.
Podría decir que la entiendo (y no solo eso, yo la conocí desde los cinco años), y entonces: ¿qué nos diferenciaba de ella? ¿Por qué yo estaba acá y ella no?
- Las armas que tenemos para enfrentar el tiempo- me dijo Juampi, después del funeral.
Es en el tiempo también que podré entender algo más, que podré dejar de sentir esta punzada cuando recuerdo que crecimos bajo las mismas enseñanzas y las mismas aventuras. El tiempo lo destruye todo, ya lo han dicho...
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