Las cosas fascinantes me resultan fascinantes menos tiempo. Recuerdo - ¡y qué recuerdo tan sentido!- ser chica y fascinarme con los juegos del parque: el asombro que me provocaba aquel mundo sin descubrir. La mirada hacia arriba, esperando el asentimiento de mi madre.
Recuerdo correr hasta estar trepada; correr, disfrutando cada paso que me acercaba al tobogán, al barco pirata, a la casita en forma de iglú, a las hamacas. La sensación de libertad no era lo mejor. Lo mejor era la sensación de lo nuevo, de descubrir lo nuevo. Y una vez que terminaba ese descubrimiento por lo otro, hazaña que llevaba buen tiempo, comenzaba un nuevo descubrimiento: el de mi misma. Me descubría en los juegos. Esto también me llevó años maravilloso.
Lo cierto es que ahora, lo nuevo, lo fascinante y el asombro duran menos.
Pero cuando creemos que nos sabemos todos, ahí aparece algo que nos saca de órbita.
Podría tratarse de una persona. O podría tratarse de un despertar violento producido por una alarma de tsunami...
Despierto agitada porque suena una sirena. El ruido es muy claro: se define por un silencio desolador de fondo. Tirada en la cama, me limpio la baba de la cara. ¿Por qué no escucho cómo las olas van y vienen? Recuerdo una película: claro, el agua se está yendo hacia atrás y va a formarse una ola gigante.
Tengo que mantener la calma y actuar con rapidez.
Me levanto. La cabeza me pesa. Short, la remera que uso para dormir y ojotas. Como no encuentro dos iguales, me pongo una de cada color, porque en medio de la evacuación y los destrozos a nadie le va a importar. Por las dudas, agarro las zapatillas: mi idea es correr hacia las montañas y puede que tenga que pisar cosas peligrosas, o quizás, deba trepar. Sí, a los árboles...
Me cuelgo. Creo que pasan como diez minutos... No entiendo cómo se fue el tiempo. ¿Debería salir?
La alarma otra vez y esta vez es en serio.
Abro la puerta, con algo de miedo o de curiosidad: o sea, no sé con qué me voy a encontrar.
Hay sol. Todos duermen. Debería despertar a todos.
Corro escaleras abajo y me mareo un poco.
Alguien me agarra: el chico de guitarra. Me confunde, le señalo el mar. Todo está como siempre.
"No tendríamos que haber comido los brownies que trajo ese australiano, ¿no?", me dice.
Como si de pronto un poco de luz cambiara absolutamente un escenario. La alarma suena, parte de una canción de música electrónica del hotel de al lado. Recuerdo, entre otras cosas, que soy una persona con mucha imaginación y mucha susceptibilidad a los efectos de las drogas.
Él mira mis pies. Después las zapatillas que llevo en las manos.
"¿Qué tipo de viaje te pegaste vos? ¿Qué creés que está pasando?".
De pronto, la noche vino casi completa a mi memoria: el australiano, él y yo en la playa. Los tres nos cruzamos de casualidad, nos pusimos a hablar en inglés. Como estaba borracha, creía que hablaba bien. Eso lo recuerdo. Después, el australiano sacó unos brownies de la mochila.... Me acuerdo intentar llegar a mi habitación.
"¿Te acordás que intentabas llegar a tu habitación? Porque hoy nos teníamos que encontrar para ir a Olom...".
Claro, decíamos que nos conocíamos el pueblo de memoria y que era hora de tomarnos un micro.
"Vamos. Mis amigos están allá. Te espero mientras te ponés presentable".
Mueve la guitarra y se sienta bajo la sombra de un árbol.
Tardo más en lavarme los dientes que en cambiarme. Solo puedo pensar en no estar apestosa. Cuando salgo, vuelvo a mirar el mar. Por las dudas.
El colectivo viejo con pocos pasajeros y un mal conductor se mueve demasiado. El chico de la guitarra se duerme. En algún momento, se apoya en mi hombro, mientras yo, poseída por un apetito voraz, muerdo la última galletita nada rica. Supongo que Dorf, el australiano, nos drogó. Es oficial.
Me río, pero miro el mar. Por las dudas.
Estoy pasando una de las mejores tardes de mi vida. La playa es casi nuestra, a no ser por unos chico que, varios metros más cerca del pueblo, improvisan una cancha de fútbol.
Comemos cebiche y me cuenta -sin ningún pudor- que no es cierto que el cebiche es afrosidíaco. Que un amigo lo comió una noche y que no le fue bien. Le hago notar que es probable que el amigo haya tomado y que por eso no se le paró. Se ríe por mi atrevimiento.
"Calles... voy a cruzar...", canta mientras toca su guitarra.
"En silencio, nena, escucha... hay un lugar". Se ríe de nuevo: no esperaba que yo conociera esa canción.
De pronto, le cuento cosas de las que no hablaba hace mucho. Me pregunta porqué no tengo novio y no sé si lo dice como un piropo y como una posible preocupación. Su cara no me deja saber si cree que está con un diamante en bruto o con una psicópata.
Vive en el sur y se refiere a mí como "porteña", y lo hace con un dejo de simpático desprecio.
"Porteña, te regalo eso..." Miro el mar, ya sin desconfianza. Está atardeciendo. Es lo más lindo que me han dicho en mucho tiempo. Se acerca a mí.
A veces no entiendo qué problema tienen los astros conmigo. En serio.
José es un chico ecuatoriano de doce años. Algunos le dicen "Maradona". Pero los que prefieren a Pelé lo llaman "Pelé". Tiene puntinazos infernales y muchas veces, las canchas de aquel pueblo más perdido que Montaña le quedan chicas.
Todos se agachan ante el balón que se dirige como misil al arco. El arquero se tira hacia el lado contrario al cual va la pelota.
El bólido solo se detiene cuando me golpea la cabeza.
Puedo ver la cara de mi chico en una mueca de horror ante mi mirada espanto en la medida en que la cabeza gira hacia la derecha catapultada por aquella pelota.
Me quedo mirándolo un buen rato, con los cachetes llenos de arenas. José grita "I´m sorry, gringa".
Le devolvemoss la pelota. Quiero llorar pero me río.
Llegan los chicos. Sus amigos, para sacarnos del incómodo momento...
Pero el momento verdaderamente incómodo está por llegar. En serio, ¿qué problema tienen los astros conmigo?
Foto: Nano Carulla
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