¿Vieron cuando se detiene la caravana? Esas que vienen rápido por un camino peligroso, y a una velocidad que nadie puede controlar. Cuando frena, las cosas se caen; unas se rompen, otras solo cambian de lugar. Y si uno está durmiendo, termina en el piso o, por lo menos, el susto lo hace saltar de la cama y enfrentarse con cierto desorden: el de uno mismo y el de las cosas.
Miramos desconcertados, porque todo se movió, porque nada es estable.
Y ni hablar de aquello de lo que venimos huyendo: al fin de cuentas, aquí está.
Por un momento, dejo de ser un viajero que no sabe quién es, y vuelvo a ser la persona que pretende escribir, que pretende entender algo. Mi viaje empieza a terminar; una de sus etapas se detiene como esa caravana.
Me despierto porque el sol entra por la persiana rota (esa que ustedes ya conocen). La mano femenina que tengo sobre la cintura se ve delicada. El único problema es el problema de siempre: que no es mía.
Me siento en la cama. Me río porque ya nada me resulta imposible, indescifrable e inexorable.
Ahí está ella: Mariella, la mujer más linda de Montañita. No tengo que preguntarle qué pasó ni yo debo preguntarme qué estoy haciendo. Esto fue el rescate de esa mujer que terminó con su intensa relación de tres días con Dorf, el australiano. Fue un final a los golpes esa noche, última noche para mí en el pueblo.
Ella no tenía dónde ir, así que me la llevé conmigo.
La dueña del hotel nos ve salir y se hace la señal de la cruz. Mira para otro lado y se aleja.
"Varias veces en el día, vino un chico con una guitarra buscándote, niña", me dijo ayer, "pero no dejó ningún dato".
Obviamente no lo encontré, pero ya no importa, porque yo me tengo que ir. La caravana se vuelve a poner en marcha hacia otros lados.
Salgo con la valija a los topezones. La miro a Mariella esperando que me ayude, pero nunca interpreta mi ruego y se despide y me deja con ese bulto desprolijo que estuvo preparado a último momento. Solo Dios sabe si me olvido algo. También lo sabrá Darwin, el muchacho que ahora abrazo, que es el que limpia las habitaciones y el que siempre pierde las llaves. Recuerdo a un amigo trotamundos, Juanito, que siempre decía que el buen viajero es aquel que pierde cosas, pero que nunca pierde lo importante.
Tengo que incluir que tengo un ojo negro: en mi despedida, aquel italiano que me festejaba encontró el único champagne que había en el pueblo. En pose triunfal, en medio de la música descontrolada, hizo volar el corcho, que terminó rebotando en mi ojo. Después del pelotazo, ya nada dolía.
Darwin me señala el ojo y me pide un taxi: todo está increíble y fríamente calculado. Tengo veintiocho minutos para llegar a la terminal.
Tres minutos para caminar hasta el micro y tomarlo.
Claro que soy yo (¿¿acaso no aprendo??). Pasa lo que nunca en la historia del pueblo: no hay taxis disponibles; y no solo eso, sino que se levanta un viento huracanado que solo solo llega cada treinta años, me levanta la pollera, Darwin mira mi bombacha y se ríe.
"Me tengo que ir", grito furiosa al cielo.
Corro como puedo con la valija, dispuesta a vender mi alma inmortal por un transporte.
Dios acepta el trueque y aparece el micro de los misioneros.
El chofer para y me saluda.
"Otra vez usted", dice.
Me subo y le ruego que me lleve hasta la terminal de micros. Los mismos niños del día anterior gritan a mi favor.
Él asiente con la cabeza y señala mi ojo.
"Ya sé", contesto.
Me dejan en la terminal. Llevo cinco minutos de retraso. Los chicos me saludan; el viento me deja en ropa interior de nuevo y la multitud festeja. El chofer los reta.
Corro, y la valija, mal cerrada, se abre. El camino comienza a llenarse con mis remeras. Maldigo en todos los idiomas que conozco y hasta en un idioma inventado por mí que es como un gruñido.
Un hombre corre hacia mí y comienza a meter las cosas. Es Stalin.
"El pueblo no te deja ir... Cree que hay algo más para ti".
Mientras no lo miro y lo odio un poco por hacerse el misterioso y por reírse, él se las ingenia por enredarme en la muñeca una pulsera. Me promete que me va a cuidar siempre.
El maldito me hace llorar de emoción y me abraza. Levanta mi valija como si no pesara lo que pesa y corremos hacia el micro.
Una vez arriba, yo no puedo creer que lo logré. Ah, me había olvidado de respirar.
Finalmente, acá estoy de nuevo con mi alma y vuelve la quietud de ese movimiento continuo que me aleja. Ahora son dos los que me saludan por la ventana: Stalin y Ariki.
Soy de esas personas que, cuando se enamoran de un lugar, se imaginan cómo será el irse.
Y esta secuencia que vivo ya existió en mi mente. Calculo que busqué estos últimos sobresaltos, porque en paz jamás podría dejar algo que amo. Sí. también soy de esos...
El acompañante del chofer me trae hielo, lo pongo sobre el ojo derecho y quedo cíclope mientras despido estas tierras que pisé.
Un cable sobresale de mi bolso de mano: mis auriculares... ¡cómo los extrañé!
Por primera vez en muchos días, que se sienten como un año, me conecto con mis carpetas de música. Voy hacia esa que evité mucho tiempo y la hago sonar.
"So i look to my eskimo friend..."
Estoy tan en paz que puedo con lo que no pude. El micro avanza con el sonido y escucho esa letra que había olvidado.
Solo puedo pensar en más aventuras, en prolongar este proceso que empuja mi año hacia lo nuevo, y en entender que estamos solos frente al mundo, pero rodeados de las mejores cosas, siempre y cuando estemos dispuestos a generarlas.
De pronto, tengo una sensación: sé que jamás volveré a Montañita. Perdida en caminos que no se pueden repetir, este día, elijo entregarme...
7 de enero de 2012
Ese micro que se dirige a Guayaquil se detiene dos kilómetros después porque faltaba un pasajero que logra alcanzarlo en algún punto. Roberto, un pescador, se trepa como puede y golpea a varios pasajeros con sus cañas.
Aprovechando el revuelo que causa este hombre, un muchacho de guitarra logra entrar al micro. Le da cinco dólares al chofer y pone cara de sorpresa cuando ve a la pasajera del primer asiento.
viernes, 28 de diciembre de 2012
viernes, 21 de diciembre de 2012
The winner is
Dicen que no son muchas las cosas importantes que se aprenden en la vida.
Rebelde y adolescente decía que en verdad hay muchas cosas por ver, muchas cosas por vivir y, sobre todo, muchas cosas que nos dejarán enseñanzas. Eso dije a mis ventitantos, cuando un sentimiento de omnipotencia acompañó mis días. Supongo que era necesario y no lo condeno.
Pero el tiempo avanza sobre nosotros, y descubrimos que sí, hay muchas cosas por aprender, pero que, en definitiva, se resumen en pocas.
Básicamente, la primer enseñanza es la más chocante: sé humilde, porque solo de esa forma vas a aprender a aprender. Y más allá de la cacofonía osada, esta se convierte en la capa más profunda, la que sostendrá todo el hormiguero que construimos encima.
Cada capa depende de la otra y se encadenan tan íntimamente entre ellas que nace la relación más importante del universo, la más sólida y estable: la de causa y consecuencia.
Lo segundo más intenso que vas a aprender, la verdadera planta baja, es a asumir las consecuencias de tus actos. Esto solo sucederá cuando hayas aprendido en humildad cuáles fueron las causas de tus elecciones.
Tercero. Primer piso de nuestro trabajo de obreras: perdonate. Reconocé por tu humildad que algo seguro en la vida finita e imperfecta es que te vas a equivocar. Habrá quienes no lo vean, quienes te pongan mala cara y quienes lo reprochen toda la vida. De hecho, vas a reprochar cosas a muchos durante toda tu vida. Pero no, perdonate y perdoná, el tiempo es demasiado apático como para detenerse en tus propios sentimientos. Y te recuerdo, nadie es el centro del universo.
Como un animal de cuatro patas, por la fuerza de cuatro veces cuatro y en cuarto lugar, poné límites. De la manera más dulce y sana, o como una fiera de la sabana africana si es necesario. De esa manera, vas a tener poco para perdonarte y perdonar. De esa manera vas a tener las relaciones más sanas de tu vida. Las más transparentes, sinceras. Y sobre todo, ponele límites a tus pensamientos y emociones, porque muchos vendrán desde un centro confuso de caos para complicarte la existencia.
Sin embargo, estate preparado para ir más allá de los límites en función del amor, para saber en qué momento de emergencia emocional uno debe cruzar la barrera. Pero tenés que regresar. Regresá por vos mismo siempre.
Lo más difícil que aprendemos es a amar bien. Una vez que hayamos cumplido con todo el trabajo, podremos salir del hormiguero y ver la luz. Podremos darle a otros nuestra mejor versión y recibiremos la de ellos, en un intercambio sin mediadores, sin planteos, sin exigencias. Un intercambio real, espontáneo, natural. La diferencia con todo lo otro lo vas a ver cuando esta forma de amor esté sucediendo. Recién ahí vas a entender esa sutil diferencia.
Un detalle: no esperes que esto sea estable, preparate para trabajar todos los días como si fueras una hormiga. Animate de vez en cuando a dejar que todo se venga abajo, porque solo entonces vas a comprender la riqueza de esto: el dolor entrará por cada hueco y por los pasillos, inundará las cuevas, y verás cómo tus propios colosos tambalean, porque no estamos hechos para cargar mundos. Verás como los muros sangran una y otra vez. Dejá que la angustia y la ansiedad te hagan llorar, pero no dejes de hacer: andá al supermercado en lágrimas de fuego, pero no te olvides de cuidarte.
Otra cosa: te deseo suerte. Fuiste embarcado en la misión más difícil de la historia: ser feliz.
http://www.youtube.com/watch?v=YNzbq--GAYA&NR=1&feature=endscreen
- A veces, solo hay que dejar de pensar en todas las cosas. A veces, no hay nada más que les puedas agregar -dijo Santi-. Y terminar algo cuando termina. Dejarlo como está...
Intenté en vano toda la semana conectarme con mi centro.
Insomnio, pensamientos recurrentes sin salida, sin claridad. Todos razonamientos abiertos que me hacen girar en mi eje, como si no quisieran que viera hacia algún punto, como si no me dejaran mover.
Mi bici me grita desde la cocina, y como puedo, corro, me agacho y gateo a través del living; una mano gigante sale de mi habitación y trata de arrojarme a la cama, pero quedo aferrada al marco de la puerta. Sí, la misma imagen de la gata que tuve cuando era chica y de su primer baño: ese animalito tan chiquito y dulce que fue mío aferrado a los azulejos, con los pelos erizados, tratando de no tocar el agua.
Y el desfile. El desfile de todas las personas que me quieren, y sus diálogos.
Y de fondo, la imagen de una madre enterrando a una hija: la imagen de una Ana que se salió del tiempo. Que no se aguantó un "no sé que vendrá, pero creo que no era lo que pensaba".
- Las armas... - Eso dijo Juampi.
- El año me la dió -confesó Sol.
- No puedo creer que no le guste más. ¿Me puedo hacer un Fernet?
No sería Cata sin un Fernet.
- La vida es ahora... -sostiene mi hermana y suena a una persona más adulta que yo.
- Hola, ma -digo, cuando llego a su casa. Ella me abraza y trato de esconder que puedo llorar en todo momento y a toda hora. No logro esconder que estoy en jaque. Que no me cuesta nada volver a ser la persona de mi primer escrito. Volver a perder cierto sentido y tardar meses en encontrarlo. Podría, conozco ese camino.
Mis cosas -esas que suenan graciosas- pueden cobrar un matiz trágico si sumo malos momentos.
- No -dice mi hermana. Se ríe.
- El tiempo lo va a llevar lejos de mí -afirma Cata y toma su vaso-. No. El tiempo me va a llevar lejos de él. Todo lo que hice, fue por amor.
Por primera vez, levanto la cabeza y la veo sonreír. Por primera vez, levanto la cabeza...
- Vamos a volver reír algún día -me grita Sol, mientras corre por mi jardín para llegar a su auto-. No. Vamos a volver a reír mañana.
Me río porque ya son las doce.
- Lo que nos diferencia de Ana son las armas... -sostiene Juampi mientras me sostiene en brazos-: Las armas que tenemos para salir de nuestro dolor, de nosotros mismos cuando nos enroscamos.
Por primera vez en la semana, creo.
Llego a la cocina, agarro la bicicleta, abro la puerta y salgo a pedalear. El sol me da en la cara y siento el aire sin humedad; el jardín, lleno de colores primaverales y el panorama de todos los verdes posibles tiñen mis ojos. Veo, porque queda algo más que el dolor.
Esos caminos que conozco de memoria, no. Mejor, los otros.
- No son necesarios los pensamientos ni las palabras. Las cosas suceden -dice Santi-. No hay más que podamos agregar.
Rebelde y adolescente decía que en verdad hay muchas cosas por ver, muchas cosas por vivir y, sobre todo, muchas cosas que nos dejarán enseñanzas. Eso dije a mis ventitantos, cuando un sentimiento de omnipotencia acompañó mis días. Supongo que era necesario y no lo condeno.
Pero el tiempo avanza sobre nosotros, y descubrimos que sí, hay muchas cosas por aprender, pero que, en definitiva, se resumen en pocas.
Básicamente, la primer enseñanza es la más chocante: sé humilde, porque solo de esa forma vas a aprender a aprender. Y más allá de la cacofonía osada, esta se convierte en la capa más profunda, la que sostendrá todo el hormiguero que construimos encima.
Cada capa depende de la otra y se encadenan tan íntimamente entre ellas que nace la relación más importante del universo, la más sólida y estable: la de causa y consecuencia.
Lo segundo más intenso que vas a aprender, la verdadera planta baja, es a asumir las consecuencias de tus actos. Esto solo sucederá cuando hayas aprendido en humildad cuáles fueron las causas de tus elecciones.
Tercero. Primer piso de nuestro trabajo de obreras: perdonate. Reconocé por tu humildad que algo seguro en la vida finita e imperfecta es que te vas a equivocar. Habrá quienes no lo vean, quienes te pongan mala cara y quienes lo reprochen toda la vida. De hecho, vas a reprochar cosas a muchos durante toda tu vida. Pero no, perdonate y perdoná, el tiempo es demasiado apático como para detenerse en tus propios sentimientos. Y te recuerdo, nadie es el centro del universo.
Como un animal de cuatro patas, por la fuerza de cuatro veces cuatro y en cuarto lugar, poné límites. De la manera más dulce y sana, o como una fiera de la sabana africana si es necesario. De esa manera, vas a tener poco para perdonarte y perdonar. De esa manera vas a tener las relaciones más sanas de tu vida. Las más transparentes, sinceras. Y sobre todo, ponele límites a tus pensamientos y emociones, porque muchos vendrán desde un centro confuso de caos para complicarte la existencia.
Sin embargo, estate preparado para ir más allá de los límites en función del amor, para saber en qué momento de emergencia emocional uno debe cruzar la barrera. Pero tenés que regresar. Regresá por vos mismo siempre.
Lo más difícil que aprendemos es a amar bien. Una vez que hayamos cumplido con todo el trabajo, podremos salir del hormiguero y ver la luz. Podremos darle a otros nuestra mejor versión y recibiremos la de ellos, en un intercambio sin mediadores, sin planteos, sin exigencias. Un intercambio real, espontáneo, natural. La diferencia con todo lo otro lo vas a ver cuando esta forma de amor esté sucediendo. Recién ahí vas a entender esa sutil diferencia.
Un detalle: no esperes que esto sea estable, preparate para trabajar todos los días como si fueras una hormiga. Animate de vez en cuando a dejar que todo se venga abajo, porque solo entonces vas a comprender la riqueza de esto: el dolor entrará por cada hueco y por los pasillos, inundará las cuevas, y verás cómo tus propios colosos tambalean, porque no estamos hechos para cargar mundos. Verás como los muros sangran una y otra vez. Dejá que la angustia y la ansiedad te hagan llorar, pero no dejes de hacer: andá al supermercado en lágrimas de fuego, pero no te olvides de cuidarte.
Otra cosa: te deseo suerte. Fuiste embarcado en la misión más difícil de la historia: ser feliz.
http://www.youtube.com/watch?v=YNzbq--GAYA&NR=1&feature=endscreen
- A veces, solo hay que dejar de pensar en todas las cosas. A veces, no hay nada más que les puedas agregar -dijo Santi-. Y terminar algo cuando termina. Dejarlo como está...
Intenté en vano toda la semana conectarme con mi centro.
Insomnio, pensamientos recurrentes sin salida, sin claridad. Todos razonamientos abiertos que me hacen girar en mi eje, como si no quisieran que viera hacia algún punto, como si no me dejaran mover.
Mi bici me grita desde la cocina, y como puedo, corro, me agacho y gateo a través del living; una mano gigante sale de mi habitación y trata de arrojarme a la cama, pero quedo aferrada al marco de la puerta. Sí, la misma imagen de la gata que tuve cuando era chica y de su primer baño: ese animalito tan chiquito y dulce que fue mío aferrado a los azulejos, con los pelos erizados, tratando de no tocar el agua.
Y el desfile. El desfile de todas las personas que me quieren, y sus diálogos.
Y de fondo, la imagen de una madre enterrando a una hija: la imagen de una Ana que se salió del tiempo. Que no se aguantó un "no sé que vendrá, pero creo que no era lo que pensaba".
- Las armas... - Eso dijo Juampi.
- El año me la dió -confesó Sol.
- No puedo creer que no le guste más. ¿Me puedo hacer un Fernet?
No sería Cata sin un Fernet.
- La vida es ahora... -sostiene mi hermana y suena a una persona más adulta que yo.
- Hola, ma -digo, cuando llego a su casa. Ella me abraza y trato de esconder que puedo llorar en todo momento y a toda hora. No logro esconder que estoy en jaque. Que no me cuesta nada volver a ser la persona de mi primer escrito. Volver a perder cierto sentido y tardar meses en encontrarlo. Podría, conozco ese camino.
Mis cosas -esas que suenan graciosas- pueden cobrar un matiz trágico si sumo malos momentos.
- No -dice mi hermana. Se ríe.
- El tiempo lo va a llevar lejos de mí -afirma Cata y toma su vaso-. No. El tiempo me va a llevar lejos de él. Todo lo que hice, fue por amor.
Por primera vez, levanto la cabeza y la veo sonreír. Por primera vez, levanto la cabeza...
- Vamos a volver reír algún día -me grita Sol, mientras corre por mi jardín para llegar a su auto-. No. Vamos a volver a reír mañana.
Me río porque ya son las doce.
- Lo que nos diferencia de Ana son las armas... -sostiene Juampi mientras me sostiene en brazos-: Las armas que tenemos para salir de nuestro dolor, de nosotros mismos cuando nos enroscamos.
Por primera vez en la semana, creo.
Llego a la cocina, agarro la bicicleta, abro la puerta y salgo a pedalear. El sol me da en la cara y siento el aire sin humedad; el jardín, lleno de colores primaverales y el panorama de todos los verdes posibles tiñen mis ojos. Veo, porque queda algo más que el dolor.
Esos caminos que conozco de memoria, no. Mejor, los otros.
- No son necesarios los pensamientos ni las palabras. Las cosas suceden -dice Santi-. No hay más que podamos agregar.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
Foto (fotaza): Marina Brattoli
A veces podés no darte del momento en el que empezás a formar de algo. De hecho, esa es la única forma que conozco de hacerme parte de un lugar.
Ya adquirís una esencia, una distinción. Y ¿qué importa que te llamen "autista" porque caminás solo, pensativo y, en pocas ocasiones, hablás con la gente? Sabés que por más que te griten "distraído", sos parte de una comunidad que sabe cuando estás y cuando no. Y que sabe, a fin de cuentas, que pronto te irás.Yo empecé este viaje sin saber quién soy. Sería cursi decir que me encontré a mi misma... muy de bestseller americano, pero lo cierto es que encontré un lugar en el mundo.
Nooo. No me voy a quedar, pero esté donde esté, siempre sabré que aquí hay una bandera que reza: "Yo pisé esta arena, yo vi cómo el sol se mete en el mar al atardecer".
Lo cierto es que me estoy despidiendo, porque me quedan tres días y dos noches.
No más hippies que hacen círculos en la playa al atardecer y a la noche, ni más artesanos astrólogos que toman cerveza en el desayuno, no más señoras religiosas que intentan evangelizarnos en esta Babilonia ecuatoriana, no más bandas de pibes argentinos que cantan como si extrañaran las canchas de fútbol, no más niños que me dicen "gringa", no más pibes de guitarra que son mi debilidad.Ahora estoy en Olom. Llegan los amigos de mi chico. Nos salvan del incómodo momento del casi-beso interrumpido por un pelotazo en la cara. Me considero afortunada, pero no cuento con estos astros aburridos.
El segundo pelotazo dolió más que el primero...
Los amigos se acercan, salvo uno que se queda a unos metros. Me mira y no tiene la expresión de curiosidad que tienen los demás.
"Lo conozco", pienso.
En mi mente, los días comienzan a retroceder hasta el fogón: él traía la misma remera que trae ahora en la mano. Yo estaba montada en su espalda y se alejaba de la gente. Ya me faltaban los veinte centímetros de pelo y yo llevaba una cerveza en la mano.
Después, avanzo de nuevo hacia el futuro, que es pasado en este atardecer: el torso que veo ahora es el mismo que estaba en mi cama esa mañana del primero de enero.
Las piernas se me aflojan. Él le dice al oído algo a otro de los chicos.
Ese día del despertar horroroso yo había vuelto a la habitación con un café y no lo vi. Pensé que estaba salvada; sabía que no lo había imaginado, pero al menos no tendría que lidiar con un encuentro confuso. En el momento en el que me había tirado a la cama, escuché la cadena del baño... La puerta se abrió y salió ese cuerpo bronceado.
Se acercó a mí y yo me alejé... Corta: me estaba enterando de que me lo llevé a la habitación, pero que, una vez ahí, le dije que no tenía ganas de nada. Me dormí, dándole la espalda... Mala idea, ¿no? Pero digamos que él también estaba tan borracho como yo, y se había dormido y me había puesto la mano en la cara, en una especie de abrazo borracho, una última brazada de ahogado en la que trató de devolverme a la vida, una muestra de un cariño que no existía.
No hubo caso.
Esa es la historia de esa mañana.
Por supuesto, en aquel entonces insinuó que debíamos terminar lo que habíamos empezado en algún momento.
Acto seguido: salió casi disparado por mi puerta, enojado conmigo. No lo traté bien.
"Esperá", le digo al chico de guitarra. Le agarro la mano. "Me tengo que ir. Te vas a enterar de algo que no te va a gustar".
Trata de detenerme, pero huyo por la playa, casi corriendo. Saludo a los chicos y les digo que tengo que irme.
Nunca miro para atrás, pero puedo sentir cómo doce ojos se clavan en mi espalda; cómo seis bocas hablan fuerte y de fondo un cuchicheo que debe estar por poner al corriente a mi chico de que besé a un amigo suyo, lo llevé a mi habitación, lo histeriquié y a la mañana lo eché a patadas.
Lo dejo con el recuerdo de la mujer inmaculada que minutos atrás se había ganado un beso, una playa, un atardecer y un pelotazo. La mujer con la que había sacado fotos irrepetibles.
Decido caminar hacia Montañita. Dicen que el camino es hermoso y complicado, pero en cuanto dejo la arena y piso las calles descubro que no siempre dicen la verdad: el camino no es complicado, sino peligroso.
Hay poco espacio entre la calle, por donde pasan autos con pésimos conductores, y una especie de barranca empinada llena de helechos, ramas, tierra y vaya uno a saber qué.
Los conductores tocan bocina. Comienzo a odiar este vestidito playero. Me lo bajo hasta donde puedo para evitar que quede tan corto.
Un auto pasa demasiado cerca, me asusto, me arrimo al borde.
Llego a un camino más tranquilo que se desvía hacia la playa y sube. Esa no es la dirección, pero no hay otra.
Me siento en una piedra, algo odiada por toda la situación: me miro la cola lastimada, porque caí por el barranco unos metros y el resultado es un chichón de golpe y arañazos. Lloro un poco por deporte, porque prefiero llorar por eso que por lo otro.
Sigo adelante porque está empezando a oscurecer. No sé si está pasando esto o mi papá está teniendo una pesadilla: que su hija está en un país tercermundista caminando perdida, casi desnuda, cuando se está haciendo de noche.
Sin embargo, empiezo a reconocer el terreno: es el morro que delimita Montañita. Es el Mirador.
Una enorme pared de ladrillos grises y una entrada sellada por una soga.
Empiezo a hacerme la idea de que pasaré la noche ahí, pero el problema es que no hay nadie.
Entro (aún no lo sé, pero estoy violando propiedad privada), los horarios de visita terminaron; subo escaleras y, de pronto, estoy en una iglesia al aire libre. Me asomo y veo el mar de un lado y del otro.
Hacia un costado, oscuridad. Hacia el otro, las luces de mi pueblo.
Me río. No sabía que existía ese lugar.
El sol muere ante mis ojos. Ni siquiera había notado el cambio de turno, pero me doy cuenta de que ahora miro la luna. Se ve enorme y limpia. Pero más que nada, se ve silenciosa.
Saco el buzo que traje de casualidad. La verdad es que no tengo frío, pero el mar oscuro trasmite esa sensación. Me imagino entre las olas y tiemblo. Me río.
Me acuesto en un rinconcito que forma un altar, e improviso una almohada.
No tengo miedo. Y solo puedo pensar en que temí toda la vida, como si siempre las cosas pudiesen salir mal. Pero las cosas no pueden salir mal cuando uno es feliz, no importa lo que suceda. Cuando hay una sonrisa sincera y relajada, plácida, nada es tan grave.
Creo que eso fue lo último que pensé, porque unas horas después me despierta el sol.
Hacía días que no dormía tanto. El lugar es todavía más lindo de día, pero es uno de esos lugares en los que cada momento tiene su encanto: si pasara el día ahí y si olvidara la belleza de la oscuridad, al hacerse de noche pensaría que es aún más hermoso que el día.
La mano de Roland... no es que me tira del pelo ni me hace daño, pero lo cierto es que me levanta enojado. No entiende cómo alguien logró burlar la vigilancia. En tres minutos y en un lenguaje rápido, me entero que es cuidador del lugar hace más años que los tengo yo. Por su cara entiendo que esto puede ser un gran problema, pero después de esos tres minutos intensos, me ve en los ojos cierta inocencia, cierto descuido que me llevó hasta ahí.
Me mete en un micro con unos misioneros.
"Déjenla en el pueblo".
Los misioneros, todos niños de diez años más o menos, me miran simpáticos y curiosos. Cuando les digo que soy argentina esperan que les diga "che" al final de cada oración. Cantan canciones sobre las bondades de Cristo y, bondadosos como Cristo, me dejan en Montañita. Los niños misioneros se asoman por la ventana y me saludan.
Veo el pueblo como jamás lo había visto. Comienzo a extrañar esa simpleza, y emprendo, quizás por penúltima vez en mi vida, la caminata al hotel.
miércoles, 5 de diciembre de 2012
Ruinas.
Cuando soy la sombra de lo que brillé en los soles de agosto, soy mala compañía.
¿Debería agradecer esta posibilidad de conectarme con el caer de una era? ¿Alguien carga las mochilas como yo me cargué esta mañana?
Dejé la fuerza en mi sonrisa con los que me hicieron alegría. Sacaron las mejores versiones de mis elocuencias, y se llevaron las historias imposibles y reales.
En estos meses, soñé que era milagro y me dejé conmover con mis particularidades.
Dame una señal y me seguiré soñando.
No.
Dame esa fuerza y me seguiré siendo.
Dame lo nuevo y seré mi particularidad, mi naturaleza, mi propio sol de agosto.
Un corazón, porque se viene la tormenta...
Cuando soy la sombra de lo que brillé en los soles de agosto, soy mala compañía.
¿Debería agradecer esta posibilidad de conectarme con el caer de una era? ¿Alguien carga las mochilas como yo me cargué esta mañana?
Dejé la fuerza en mi sonrisa con los que me hicieron alegría. Sacaron las mejores versiones de mis elocuencias, y se llevaron las historias imposibles y reales.
En estos meses, soñé que era milagro y me dejé conmover con mis particularidades.
Dame una señal y me seguiré soñando.
No.
Dame esa fuerza y me seguiré siendo.
Dame lo nuevo y seré mi particularidad, mi naturaleza, mi propio sol de agosto.
Un corazón, porque se viene la tormenta...
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