miércoles, 12 de diciembre de 2012


Foto (fotaza): Marina Brattoli


A veces podés no darte del momento en el que empezás a formar de algo. De hecho, esa es la única forma que conozco de hacerme parte de un lugar.
Ya adquirís una esencia, una distinción. Y ¿qué importa que te llamen "autista" porque caminás solo, pensativo y, en pocas ocasiones, hablás con la gente? Sabés que por más que te griten "distraído", sos parte de una comunidad que sabe cuando estás y cuando no. Y que sabe, a fin de cuentas, que pronto te irás.
Yo empecé este viaje sin saber quién soy. Sería cursi decir que me encontré a mi misma... muy de bestseller americano, pero lo cierto es que encontré un lugar en el mundo.
Nooo. No me voy a quedar, pero esté donde esté, siempre sabré que aquí hay una bandera que reza: "Yo pisé esta arena, yo vi cómo el sol se mete en el mar al atardecer".
Lo cierto es que me estoy despidiendo, porque me quedan tres días y dos noches.
No más hippies que hacen círculos en la playa al atardecer y a la noche, ni más artesanos astrólogos que toman cerveza en el desayuno, no más señoras religiosas que intentan evangelizarnos en esta Babilonia ecuatoriana, no más bandas de pibes argentinos que cantan como si extrañaran las canchas de fútbol, no más niños que me dicen "gringa", no más pibes de guitarra que son mi debilidad.


Ahora estoy en Olom. Llegan los amigos de mi chico. Nos salvan del incómodo momento del casi-beso interrumpido por un pelotazo en la cara. Me considero afortunada, pero no cuento con estos astros aburridos.
El segundo pelotazo dolió más que el primero...
Los amigos se acercan, salvo uno que se queda a unos metros. Me mira y no tiene la expresión de curiosidad que tienen los demás.
"Lo conozco", pienso.
En mi mente, los días comienzan a retroceder hasta el fogón: él traía la misma remera que trae ahora en la mano. Yo estaba montada en su espalda y se alejaba de la gente. Ya me faltaban los veinte centímetros de pelo y yo llevaba una cerveza en la mano.
Después, avanzo de nuevo hacia el futuro, que es pasado en este atardecer: el torso que veo ahora es el mismo que estaba en mi cama esa mañana del primero de enero.
Las piernas se me aflojan. Él le dice al oído algo a otro de los chicos.
Ese día del despertar horroroso yo había vuelto a la habitación con un café y no lo vi. Pensé que estaba salvada; sabía que no lo había imaginado, pero al menos no tendría que lidiar con un encuentro confuso. En el momento en el que me había tirado a la cama, escuché la cadena del baño... La puerta se abrió y salió ese cuerpo bronceado.
Se acercó a mí y yo me alejé... Corta: me estaba enterando de que me lo llevé a la habitación, pero que, una vez ahí, le dije que no tenía ganas de nada. Me dormí, dándole la espalda... Mala idea, ¿no? Pero digamos que él también estaba tan borracho como yo, y se había dormido y me había puesto la mano en la cara, en una especie de abrazo borracho, una última brazada de ahogado en la que trató de devolverme a la vida, una muestra de un cariño que no existía.
No hubo caso.
Esa es la historia de esa mañana.
Por supuesto, en aquel entonces insinuó que debíamos terminar lo que habíamos empezado en algún momento.
Acto seguido: salió casi disparado por mi puerta, enojado conmigo. No lo traté bien.

"Esperá", le digo al chico de guitarra. Le agarro la mano. "Me tengo que ir. Te vas a enterar de algo que no te va a gustar".
Trata de detenerme, pero huyo por la playa, casi corriendo. Saludo a los chicos y les digo que tengo que irme.
Nunca miro para atrás, pero puedo sentir cómo doce ojos se clavan en mi espalda; cómo seis bocas hablan fuerte y de fondo un cuchicheo que debe estar por poner al corriente a mi chico de que besé a un amigo suyo, lo llevé a mi habitación, lo histeriquié y a la mañana lo eché a patadas.
Lo dejo con el recuerdo de la mujer inmaculada que minutos atrás se había ganado un beso, una playa, un atardecer y un pelotazo. La mujer con la que había sacado fotos irrepetibles.

Decido caminar hacia Montañita. Dicen que el camino es hermoso y complicado, pero en cuanto dejo la arena y piso las calles descubro que no siempre dicen la verdad: el camino no es complicado, sino peligroso.
Hay poco espacio entre la calle, por donde pasan autos con pésimos conductores, y una especie de barranca empinada llena de helechos, ramas, tierra y vaya uno a saber qué.
Los conductores tocan bocina. Comienzo a odiar este vestidito playero. Me lo bajo hasta donde puedo para evitar que quede tan corto.
Un auto pasa demasiado cerca, me asusto, me arrimo al borde.

Llego a un camino más tranquilo que se desvía hacia la playa y sube. Esa no es la dirección, pero no hay otra.
Me siento en una piedra, algo odiada por toda la situación: me miro la cola lastimada, porque caí por el barranco unos metros y el resultado es un chichón de golpe y arañazos. Lloro un poco por deporte, porque prefiero llorar por eso que por lo otro.
Sigo adelante porque está empezando a oscurecer. No sé si está pasando esto o mi papá está teniendo una pesadilla: que su hija está en un país tercermundista caminando perdida, casi desnuda, cuando se está haciendo de noche.
Sin embargo, empiezo a reconocer el terreno: es el morro que delimita Montañita. Es el Mirador.
Una enorme pared de ladrillos grises y una entrada sellada por una soga.
Empiezo a hacerme la idea de que pasaré la noche ahí, pero el problema es que no hay nadie.
Entro (aún no lo sé, pero estoy violando propiedad privada), los horarios de visita terminaron; subo escaleras y, de pronto, estoy en una iglesia al aire libre. Me asomo y veo el mar de un lado y del otro.
Hacia un costado, oscuridad. Hacia el otro, las luces de mi pueblo.
Me río. No sabía que existía ese lugar.





El sol muere ante mis ojos. Ni siquiera había notado el cambio de turno, pero me doy cuenta de que ahora miro la luna. Se ve enorme y limpia. Pero más que nada, se ve silenciosa. 
Saco el buzo que traje de casualidad. La verdad es que no tengo frío, pero el mar oscuro trasmite esa sensación. Me imagino entre las olas y tiemblo. Me río.
Me acuesto en un rinconcito que forma un altar, e improviso una almohada.
No tengo miedo. Y solo puedo pensar en que temí toda la vida, como si siempre las cosas pudiesen salir mal. Pero las cosas no pueden salir mal cuando uno es feliz, no importa lo que suceda. Cuando hay una sonrisa sincera y relajada, plácida, nada es tan grave.

Creo que eso fue lo último que pensé, porque unas horas después me despierta el sol.
Hacía días que no dormía tanto. El lugar es todavía más lindo de día, pero es uno de esos lugares en los que cada momento tiene su encanto: si pasara el día ahí y si olvidara la belleza de la oscuridad, al hacerse de noche pensaría que es aún más hermoso que el día.
La mano de Roland... no es que me tira del pelo ni me hace daño, pero lo cierto es que me levanta enojado. No entiende cómo alguien logró burlar la vigilancia. En tres minutos y en un lenguaje rápido, me entero que es cuidador del lugar hace más años que los tengo yo. Por su cara entiendo que esto puede ser un gran problema, pero después de esos tres minutos intensos, me ve en los ojos cierta inocencia, cierto descuido que me llevó hasta ahí. 
Me mete en un micro con unos misioneros.
"Déjenla en el pueblo". 
Los misioneros, todos niños de diez años más o menos, me miran simpáticos y curiosos. Cuando les digo que soy argentina esperan que les diga "che" al final de cada oración. Cantan canciones sobre las bondades de Cristo y, bondadosos como Cristo, me dejan en Montañita. Los niños misioneros se asoman por la ventana y me saludan. 
Veo el pueblo como jamás lo había visto. Comienzo a extrañar esa simpleza, y emprendo, quizás por penúltima vez en mi vida, la caminata al hotel. 


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