viernes, 28 de diciembre de 2012

¿Vieron cuando se detiene la caravana? Esas que vienen rápido por un camino peligroso, y a una velocidad que nadie puede controlar. Cuando frena, las cosas se caen; unas se rompen, otras solo cambian de lugar. Y si uno está durmiendo, termina en el piso o, por lo menos, el susto lo hace saltar de la cama y enfrentarse con cierto desorden: el de uno mismo y el de las cosas.
Miramos desconcertados, porque todo se movió, porque nada es estable.
Y ni hablar de aquello de lo que venimos huyendo: al fin de cuentas, aquí está.
Por un momento, dejo de ser un viajero que no sabe quién es, y vuelvo a ser la persona que pretende escribir, que pretende entender algo. Mi viaje empieza a terminar; una de sus etapas se detiene como esa caravana.

Me despierto porque el sol entra por la persiana rota (esa que ustedes ya conocen). La mano femenina que tengo sobre la cintura se ve delicada. El único problema es el problema de siempre: que no es mía.
Me siento en la cama. Me río porque ya nada me resulta imposible, indescifrable e inexorable.
Ahí está ella: Mariella, la mujer más linda de Montañita. No tengo que preguntarle qué pasó ni yo debo preguntarme qué estoy haciendo. Esto fue el rescate de esa mujer que terminó con su intensa relación de tres días con Dorf, el australiano. Fue un final a los golpes esa noche, última noche para mí en el pueblo. 
Ella no tenía dónde ir, así que me la llevé conmigo. 

La dueña del hotel nos ve salir y se hace la señal de la cruz. Mira para otro lado y se aleja. 
"Varias veces en el día, vino un chico con una guitarra buscándote, niña", me dijo ayer, "pero no dejó ningún dato".
Obviamente no lo encontré, pero ya no importa, porque yo me tengo que ir. La caravana se vuelve a poner en marcha hacia otros lados.
Salgo con la valija a los topezones. La miro a Mariella esperando que me ayude, pero nunca interpreta mi ruego y se despide y me deja con ese bulto desprolijo que estuvo preparado a último momento. Solo Dios sabe si me olvido algo. También lo sabrá Darwin, el muchacho que ahora abrazo, que es el que limpia las habitaciones y el que siempre pierde las llaves. Recuerdo a un amigo trotamundos, Juanito, que siempre decía que el buen viajero es aquel que pierde cosas, pero que nunca pierde lo importante.
Tengo que incluir que tengo un ojo negro: en mi despedida, aquel italiano que me festejaba encontró el único champagne que había en el pueblo. En pose triunfal, en medio de la música descontrolada, hizo volar el corcho, que terminó rebotando en mi ojo. Después del pelotazo, ya nada dolía.
Darwin me señala el ojo y me pide un taxi: todo está increíble y fríamente calculado. Tengo veintiocho minutos para llegar a la terminal.
Tres minutos para caminar hasta el micro y tomarlo. 
Claro que soy yo (¿¿acaso no aprendo??). Pasa lo que nunca en la historia del pueblo: no hay taxis disponibles; y no solo eso, sino que se levanta un viento huracanado que solo solo llega cada treinta años, me levanta la pollera, Darwin mira mi bombacha y se ríe.
"Me tengo que ir", grito furiosa al cielo.
Corro como puedo con la valija, dispuesta a vender mi alma inmortal por un transporte.
Dios acepta el trueque y aparece el micro de los misioneros.
El chofer para y me saluda.
"Otra vez usted", dice.
Me subo y le ruego que me lleve hasta la terminal de micros. Los mismos niños del día anterior gritan a mi favor.
Él asiente con la cabeza y señala mi ojo.
"Ya sé", contesto.

Me dejan en la terminal. Llevo cinco minutos de retraso. Los chicos me saludan; el viento me deja en ropa interior de nuevo y la multitud festeja. El chofer los reta.
Corro, y la valija, mal cerrada, se abre. El camino comienza a llenarse con mis remeras. Maldigo en todos los idiomas que conozco y hasta en un idioma inventado por mí que es como un gruñido.
Un hombre corre hacia mí y comienza a meter las cosas. Es Stalin.
"El pueblo no te deja ir... Cree que hay algo más para ti". 
Mientras no lo miro y lo odio un poco por hacerse el misterioso y por reírse, él se las ingenia por enredarme en la muñeca una pulsera. Me promete que me va a cuidar siempre.
El maldito me hace llorar de emoción y me abraza. Levanta mi valija como si no pesara lo que pesa y corremos hacia el micro.
Una vez arriba, yo no puedo creer que lo logré. Ah, me había olvidado de respirar.


Finalmente, acá estoy de nuevo con mi alma y vuelve la quietud de ese movimiento continuo que me aleja. Ahora son dos los que me saludan por la ventana: Stalin y Ariki.
Soy de esas personas que, cuando se enamoran de un lugar, se imaginan cómo será el irse.
Y esta secuencia que vivo ya existió en mi mente. Calculo que busqué estos últimos sobresaltos, porque en paz jamás podría dejar algo que amo. Sí. también soy de esos...
El acompañante del chofer me trae hielo, lo pongo sobre el ojo derecho y quedo cíclope mientras despido estas tierras que pisé.
Un cable sobresale de mi bolso de mano: mis auriculares... ¡cómo los extrañé! 
Por primera vez en muchos días, que se sienten como un año, me conecto con mis carpetas de música. Voy hacia esa que evité mucho tiempo y la hago sonar. 
 "So i look to my eskimo friend..."
Estoy tan en paz que puedo con lo que no pude. El micro avanza con el sonido y escucho esa letra que había olvidado. 
Solo puedo pensar en más aventuras, en prolongar este proceso que empuja mi año hacia lo nuevo, y en entender que estamos solos frente al mundo, pero rodeados de las mejores cosas, siempre y cuando estemos dispuestos a generarlas.
De pronto, tengo una sensación: sé que jamás volveré a Montañita. Perdida en caminos que no se pueden repetir, este día, elijo entregarme...              
                                                                                                        
                                                                                         7 de enero de 2012






Ese micro que se dirige a Guayaquil se detiene dos kilómetros después porque faltaba un pasajero que logra alcanzarlo en algún punto. Roberto, un pescador, se trepa como puede y golpea a varios pasajeros con sus cañas.

Aprovechando el revuelo que causa este hombre, un muchacho de guitarra logra entrar al micro. Le da cinco dólares al chofer y pone cara de sorpresa cuando ve a la pasajera del primer asiento.





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