Los domingos me deprimen un poco. Lo sé.
A veces, me ilumina alguna buena idea que saca la idea de domingo de contexto; o mejor aún, aparece alguna sorpresa que genera una alegría e ilumina gran parte del día. Sin embargo, confieso con vergüenza (porque Dios sabe que no quiero que sea así), que ese sentimiento amargo está en mis fibras, y se expanden por mi mente las imágenes de lo que sería un buen día, pero nunca es suficiente.
Mis mejores domingos fueron aquellos que eran como todos los días...
Y es con esta tristeza inminente, que descubro que el sueño del viaje ha terminado; de hecho, terminó ayer a la noche, cuando mis amigos se despidieron de Buenos Aires.
Y yo me quedo sola en esta ciudad, y era obvio que iba a pasar... o sea, es Buenos Aires: hola de nuevo al tránsito, a los problemas para viajar, al ruido de los colectivos y a las obligaciones. Los teléfonos que suenan sin parar, la gente que camina con el celular en la mano y te choca; uno vuelve cansado (porque trabaja, estudia, mantiene una casa) y a veces se encuentra con la sorpresa de que la línea D de subtes ha sido interrumpida; entonces, respiramos, elegimos caminar en la aparente paz de la noche, pero nos encontramos con personajes de actitudes dudosas y bueno... ¿a quién no intentaron robarle en nuestra ciudad? La calma se interrumpe, de hecho, la calma no es posible porque uno debe ir alerta y no perderse en cualquiera de sus mundos privados; y si vas pensando en qué podés hacerte de rico para cenar (estómago lleno, corazón feliz...), alguien puede salir de la nada e historia conocida. Tristemente conocida.
Debería encontrarle el costado amable a todo esto, y explicar que es por estos motivos que yo soy de hierro o de acero o de adamantio.
Sí, parece que, finalmente, la ciudad me está arrancando de la nube presocrática en la que vivo desde que volví de mis vacaciones.
En alguno de mis planteos domingueros, pienso en historias que me hacen reír, salgo de mi habitación y lo veo durmiendo en la cama del living...
El viernes me había encontrado con un humor extraño: perdida en mis pensamientos, empezaba a entrar en razón y a entender que ya no me sentía cómoda con ese look que adquirí en mi viaje. Yo misma me demandaba otra actitud frente a la vida y sé que las pequeñas cosas del afuera, como un peinado, unos aros, o una linda remera, empiezan a generar los cambios importantes, los internos. Pese a estar convencida de esto, una parte mía aún renegaba, pero intenté sobornarla con un perfume.
Eso me dejó en parte feliz, y acalló alguno de mis chillidos protestones.
No tenía otro plan más que descansar, porque al otro día tenía la fiesta de despedida de Jason.
¿Quién era? Un australiano que de alguna manera me había seguido desde Quito.
No era un romance ni nada así, solo una amistad que surgió en aquella noche en la que salí con un grupo de gringos. Ese grupo era "mi familia" en Quito, y en él, no había una sola persona que hablara español fluido, lo que me convertía en algo único en aquella familia y lo que me ayudó a practicar inglés.
Jason decidió que si todos en Buenos Aires eran tan amigables como yo, él debería ir bajar por Sudamérica hasta llegar a mi ciudad. Antes tenía otros lugares por visitar, así que prometió mantenerme informada. Y hacía una semana que había puesto los pies aquí: habíamos ido a cenar, a bailar, a pasear por San Telmo.
Y ahora se iba. Pero no solo se iba él, sino también mi amigo Richard, americano instalado en Buenos Aires, a quién yo había conocido en el 2010. Diría más bien, que el año pasado habíamos perdido el contacto, pero cuando vino el australiano, se unió a nuestro dúo. El australiano dejó el hotel y se mudó a la casa de él. La buena vibra entre ellos fue inmediata, y mientras se acercaba el día de la partida de Jason (con fecha conocida desde un principio), Richard decidió que era hora de partir.
"Yo regreso a mi país el lunes", decía el mensaje de Facebook, sin mayor explicación que esta. Obviamente, la fiesta era mi plan "A", mi plan preferido, mi plan obligado. Una punzada me recorrió el cuerpo. Me devolvió a mi realidad, y ese año sin verlo se convirtió en una mala decisión, porque ahora que se iba empezaba a extrañar la compañía que conscientemente había evitado. ¡Cómo somos algunas personas! Amamos lo que se convierte en no posible.
Sábado a las nueve de la mañana me desperté conmocionada por el timbrazo que sonó estruendoso desde mi sueño plácido.¿Quién podría ser a esa hora un sábado? Yo no esperaba a nadie.
"Deben ser los evangelistas", pensé. Decidí seguir en la cama, esperando que en algún momento se fu... De nuevo sonó el timbre.
Tenía la opción de dejarlo pasar, pero la cabeza se me empezaba a disparar, lo que significaba que no iba a poder dormir de nuevo.
En bombacha y remera caí de la cama y apenas pude pisar el piso de manera firme por lo dormido que aún estaba mi cuerpo. Corrí la cortina, luego me tapé un solo ojo que fue el que me molestó cuando la luz del sol entró. Fui hasta el living para poder mirar por la ventana de ahí: no vi a nadie.
Medio confundida, me quedé parada sin saber qué hacer. Esta vez golpearon la puerta desde dentro del edificio. Me asomé por la mirilla y vi a la señora yugoslava del último piso. Vio que la vi, y en vez de hablarme a través de la puerta, se quedó esperando a que le abriera, así que me obligó a volver a la habitación y a ponerme un short.
- El timbre no funciona.
- Sí, funciona -le contesté con mala cara. Aunque nos llevábamos bien, era la responsable de devolverme a la vida antes de que yo lo quisiera así.
- Arriba, los timbres de unos y otros y míos no funciona.
No hablaba un buen castellano. O sea, ella entendía todo, pero, a pesar de sus cincuenta años en el país, había matices del idioma que nunca había logrado dominar.
Me alegraba verla, no crean que me caía mal. Siempre estaba arreglando el jardín de mi edificio, su única responsabilidad en el mundo, la cual aceptaba con una sonrisa. Este era el motivo de que mi jardín dejara boquiabiertas a las visitas; el motivo por el que este lugar, mi hogar, es único en el mundo. El resto, los adornos, los creamos nosotros, y las aventuras siempre esperan entre la palmera gigante y los rincones verde oscuros.
Todo en el sábado ideal se proyectó hasta la idea de esa fiesta a la noche.
Horas después, a punto de partir, encontré un mensaje perdido en el celular y que me había llegado a la madrugada (durante el día, no me había dado cuenta). Debía ser un "mensaje borracho", de esos que se envían a las cuatro de la mañana por motivos que prefiero no discutir ahora. Ahora, lo cierto es que no me imagino a nadie en este momento de mi vida interesado en enviarme ese tipo de mensaje.
"cuando la intuicionn te dic algo, hacerle caso", decía el mensaje. Claro, era un "mensaje borracho", pero de otro tipo. Era Santiago. Sentí curiosidad: hacía una semana que había vuelto a Buenos Aires. Sé que algo había pasado en Colombia, algo que no había resultado bien, pero me había dicho (todo vía mail) que él estaba bien, o por lo menos, que iba a estarlo ("De esta salgo mejor parado que nunca. Me adapto a la ciudad y te cuento todo en persona, Lolita).
Decidí no contestar ni llamar, y salí disparada cuando me avisaron por teléfono que estaba mi taxi. Perfume, espejo y de vuelta la mujer sexy que puedo ser: vestido entallado y tacos. La mujer que yo había estado escondiendo estaba de vuelta.
Levanté miradas cuando salí por aquel pasillo, pero lo cierto es que no era muy difícil: fui festejada por un grupo de borrachos que no tenía nada mejor que hacer más que esperar el colectivo.
Llegué enseguida: la casa era extraña, y primero pasé por una especie de habitación que era la entrada (muy particular, claro). Un chico israelita en cuero, recién levantado, me indicó que la fiesta era arriba, así que subí la escalera y llegué a destino en el cual levanté miradas. Y esto sí fue mérito mío.
El piso era un desastre de barro y alcohol. La música se perdía un poco en las voces, ninguna castellana, que sonaban metálicas, como mi timbre.
Aparecí detrás de las dos cabezas rubias: "Hola mis cariños", les dije.
Ambos hablaban con la única persona que hablaba español: un muchacho ecuatoriano. Pero lo abandonaron.
"Hola bom bom" (así exacto sonaba cuando lo decía), expresó Jason.
Richard eligió agarrarme fuerte por la cintura.
- Última noche... ¿español o inglés?
- Español -dijo Richard-. Ya vamos a tener inglés. Mucho.
- Mejor... No quiero pensar todo el tiempo en las palabras correctas. Linda fiesta.
Jason se distraía más fácilmente y hablaba con cada persona que pasaba; o mejor dicho, probaba cada trago que pasaba. Richard, en cambio, era más introvertido.
- ¿Y tú qué hiciste hoy? -me dijo, mientras atajaba un vaso que se le caia a alguien.
- ¡Bicicleta!
- Ahhh, tu bicicleta. Te daba miedo cuando hablamos en última vez.
Bueno, lo cierto es que estos castellano son así.
- Ya no me da miedo -contesté orgullosa-. Nada me baja de mi bicicleta.
Horas después, algo borrachos, habíamos huido a la terraza de la casa: una de esas terrazas de Palermo, de simetría angosta, con los murales de color alegre, una parrilla usada, y una hamaca paraguaya en la que nos columpiábamos los tres.
Logré convencerlos de que se sentaran en las sillas para poder estirarme en la hamaca y disfrutar de la noche.
Hacía calor, sí. Ambos se quejaban del calor.
- Voy a extrañar aquí... -dijo Jason. Claro que iba a extrañar, nos encontraba cálidos y le gustaba el tinte apasionado de esta ciudad. Pero lo cierto, era que solo había estado una semana y eso no le dio tiempo de padecer pormenores. Richard, en cambio, estaba cansado de Buenos Aires.
- ¿Vos vas a extrañar?
- Algo... -contestó.
- Yo vuelvo a mi casa, él no vuelve a su casa -me dijo el australiano, que no se despegaba de la botella de cerveza transpirada.
- ¿Dónde te vas? -le pregunté.
- Vuelvo a casa, pero después sigo otro lado.
Me quedé mirándolo: su vida era un misterio para mí. Nunca se quedaba más de dos años en un lugar, necesitaba moverse. Era un camino solitario y silencioso. ¿Qué pensaba? Difícil saberlo, era siempre privado con sus emociones.
- Yo voy a Europa -sentenció.
Los ojos se me iluminaron.
-¿Y vas a extrañar? -insistió Jason.
-Estoy "lleno" de los porteños. No.
Nos reímos los tres. Ellos se olvidaban a veces que yo era porteña. Me sorprendió que emitiera una opinión tan jugada: lo vi distinto. Lo abracé.
- ¿Qué es esta música? -exclamé- ¡Me encanta!
- José González -contestó él.
Tan simple que sorprendió: José González (Nota mental: buscar a José González).
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