viernes, 2 de marzo de 2012



"Elucubración, elucubración, elucubración... elucubración. Elucu... elucubración".
Durante gran parte del viaje me quedo pensando en esa palabra... Sobre todo ahora, que Roberto se fue, y en mi cabeza puedo escuchar algo más que su vocecita chillona. Afuera sigue lloviendo y ya casi se fue la luz del día. Voy dejando playas atrás, y de vez en cuando, entre construcción y construcción, entre casa y casa en las que ya empiezan a asomar las luces artificiales, puedo ver al océano Pacífico que brilla en la oscuridad, en esa media oscuridad que aún no termina de ser día pero no llega a ser noche.
"Elucubración": esa palabra que elegí una hoja atrás. Suena extraña; y yo la uso pero ni siquiera sé si está bien usada. Me anoto en el cuaderno lo siguiente: "buscar en el diccionario".
La palabra me suena a "culebra" y sospecho que debe de tener una mala connotación, pero nunca se puede estar seguro con las palabras, algunas nos sorprenden.
Mi mente viaja hacia atrás en el tiempo, mientras trato de entender de dónde proviene tal nivel de excitación mental: o sea, dormí media hora la noche anterior, y llevo despierta más de doce.
Para ser sincera, tampoco dormí mucho la noche anterior a esa.
Por lo tanto, ¿cómo es posible que mis ojos no se dejen seducir por Morfeo?
Claro, es el café que me invitó el argentino en la terminal de micros de Guayaquil. Ese café potente que necesité todo el día y recién había conseguido dos horas atrás.
Al argentino lo conocí en el cambio de aviones que hubo entre Santiago de Chile y Guayaquil. Creo que él inició la conversación, pero lo cierto es que yo se la seguí, incluso cuando la respuesta que le di habría sido más que suficiente para sellar un trato cordial y aceptable. Después de atravesar el pasillo, y habiéndolo perdido cerca del baño de hombres, volvió a aparecer y se sentó en el mismo banco que yo, pero del otro lado. Ambos de perfil, yo en una punta y él en otra, nos miramos y mantuvimos una conversación reveladora. Él viajaba solo también, y estaba absolutamente más informado que yo: era como si a mí me hubiesen arrojado al avión, apenas con el nombre de los lugares a los cuales debía dirigirme (por ejemplo, nunca supe cuál era la tensión en Ecuador, motivo por el cual, el apagón de Montañita tiene nombre y apellido).
El argentino sabía detalladamente cómo era la vida en Ecuador. Sería exagerado decir que sabía cuáles iban a ser sus pasos día a día, pero lo cierto es que era una persona responsable e informada.
Yo ni siquiera sabía cómo iba a llegar desde el aeropuerto José Joaquín de Olmedo (dato que solo conozco gracias a mi pasaje) hasta la terminal de micros. No sabía si había micros hacia el pueblo, y muchos menos, claro, los horarios.
Lo bueno de los viajeros inconscientes es que tienen un ángel aparte: ese ángel se apareció en distintas formas durante mis vacaciones. Y este ángel argentino me buscó al llegar a Guayaquil para poder compartir el taxi, ya que él debía dirigirse también hacia uno de los hermosos pueblos de Ecuador. Y como el bien es difusivo y la gracia angelical no entra en pocas personas, pronto una pareja de rosarinos hippies se unió a la pandilla.
Cuatro entramos en la terminal de micros al salir del taxi. Las boleterías colapsaban, y la pareja de rosarinos y yo íbamos a la misma ventanilla (la que peor se veía), mientras mi primer amigo compró su boleto sin mayor problema.
"Solo queda un lugar para Montañita", se corría la voz por la cola formada de gente ansiosa. Y mientras Roberto (a quién aún yo no conocía más que por un revolucionario peleador) discutía con quién le había vendido el boleto, los rosarinos me daban la bendición. Levanté la mano: "Yo viajo sola".
Todas las caras en la fila, jóvenes, alegres, giraron hacia mí. Pasé frente a ellos, sin poder contener la felicidad de sentirme afortunada.
Perdí a los rosarinos, y ni siquiera me había podido despedir cuando apareció mi amigo. Caminamos hasta las casas que vendían café y rápidamente me compró uno.
Hablamos durante diez minutos hasta que llegó el horario en que su micro debía partir. Nos despedimos. Prometió encontrarme más adelante en aquel lugar en el que supuestamente íbamos a coincidir varios días después.
El resto lo saben: humedad, quioscos, Roberto.
Pero ahora, de nuevo en el micro, varias horas después, descubro que el Pacífico se perdió atrás de un bosque. Después de ese bosque aparecieron construcciones parecidas a las anteriores, con ese estilo que podría definirse como  "de la Costa del Pacífico": casas como las que habitaría Robinson Crusoe. Pero las que veía ahora eran más grandes, con más pisos, más gente, más luz... ¿era música? Había gente en la calle, algunos autos que coincidían en un punto en el que la gente no paraba de aparecer con bolsos. Todos empezaron a levantarse cuando el micro se detuvo.
Ya no llovía, y cuando abrieron la puerta, el calor entró como una masa pesada y se fundió con el aire acondicionado, dando esa sensación extraña de dos fuerzas que chocan, esa mezcla de olores y el estiramiento placentero de las piernas, el hormiguero relajante.
"Llegamos", dijo el chofer, y por primera vez en todo el viaje se paró del asiento y salió a respirar el aire de la costa del Pacífico.




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